El presunto suicidio de Erika Ortiz, hermana de Letizia, la actual princesa de Asturias, ha mostrado una vez más la hipocresía conque los medios de comunicación de masas, especialmente en su sector denominado "prensa rosa", abordan los acontecimientos en función de quién sea el afectado y sobre todo, de cúales puedan ser para ellos las consecuencias que se deriven según sea el tratamiento que apliquen.
El caso de Erika Ortiz reúne todas las condiciones para haberse convertido en la carnaza del año, y poder alimentar con él durante meses el morbo de unas masas intoxicadas por los "medios especializados", acostumbrados a servir diariamente generosas raciones de carroña a partir de sucesos semejantes. Sin embargo todos ellos se han cuidado muy mucho de seguir al pie de la letra los "consejos" que la Casa Real les repartió apenas saltó la noticia: tratamiento "suave", discreción y sobre todo respeto, mucho respeto.
Y sí, en esta ocasión ha habido un enorme respeto. El respeto que los medios no concedieron a Carmina Ordóñez, por ejemplo, fallecida en circunstancias muy similares a las de Erika Ortiz. El que tampoco tienen hacia Lola Flores o Esperanza Sánchez, a las que en palabras del crítico televisivo Ferran Monegal han "desenterrado" para descuartizarlas en público en programas de televisión que son verdaderos aquelarres. Pero en esta ocasión, como digo, la consigna de respeto ha sido seguida con disciplina legionaria. Hasta le han puesto música de violines tristes a las imágenes.
Y es que no es lo mismo lidiar con la familia de una folklórica cualquiera que hacerlo con la Primera Familia de España. Parece obvio, aunque quizá no debiera serlo tanto.
Ocurre, sin ir más lejos, que aquí estamos autorizados todos, incluidos los medios, a reírnos y señalar con el dedo a los integrantes de cualquier monarquía... siempre que no formen parte de la Familia Real española. Incluso la prensa seria española publica chascarrillos sobre la afición a la ginebra de la fallecida reina madre británica, el furor sexual que en su juventud dominaba a su hija Isabel, actual reina de los ingleses, la anorexia que padece la heredera sueca Victoria, el pasado como prostituta de la princesa noruega Mette Marit, las borracheras de Ernesto de Hannover o la pluma homosexual de Alberto de Mónaco. Pero cuanto pueda empañar la imagen pública de nuestra Familia Real es simplemente "desaconsejado", y jamás llega a los quioscos ni a los televisores; y si se trata de un suceso inocultable como es el caso que nos ocupa, se aborda con un cuidado exquisito y, por qué no decirlo, con cierto canguelo.
En el verano de 1997 visité Moscú. A bordo de un autocar turístico el guía ruso que nos acompañaba amenizaba sus explicaciones con chistes bastante buenos, que en general tenían un duro matiz político. Contó chistes sobre Lenin, Stalin, Breznev, Gorbachov... Entre risas, una turista le preguntó: ¿Y de Yeltsin, conoce algún chiste sobre Yeltsin?". Vitali, el guía, contestó con un seco "no" y cambió rápidamente de tema. Y es que en aquellos años, Boris Yeltsin era el zar que habitaba el Kremlin.
Al parecer, en la España de 2006 las relaciones entre ciertos poderes del Estado y los medios de comunicación siguen el mismo patrón que en la Rusia semidictatorial de los años noventa del pasado siglo.
El caso de Erika Ortiz reúne todas las condiciones para haberse convertido en la carnaza del año, y poder alimentar con él durante meses el morbo de unas masas intoxicadas por los "medios especializados", acostumbrados a servir diariamente generosas raciones de carroña a partir de sucesos semejantes. Sin embargo todos ellos se han cuidado muy mucho de seguir al pie de la letra los "consejos" que la Casa Real les repartió apenas saltó la noticia: tratamiento "suave", discreción y sobre todo respeto, mucho respeto.
Y sí, en esta ocasión ha habido un enorme respeto. El respeto que los medios no concedieron a Carmina Ordóñez, por ejemplo, fallecida en circunstancias muy similares a las de Erika Ortiz. El que tampoco tienen hacia Lola Flores o Esperanza Sánchez, a las que en palabras del crítico televisivo Ferran Monegal han "desenterrado" para descuartizarlas en público en programas de televisión que son verdaderos aquelarres. Pero en esta ocasión, como digo, la consigna de respeto ha sido seguida con disciplina legionaria. Hasta le han puesto música de violines tristes a las imágenes.
Y es que no es lo mismo lidiar con la familia de una folklórica cualquiera que hacerlo con la Primera Familia de España. Parece obvio, aunque quizá no debiera serlo tanto.
Ocurre, sin ir más lejos, que aquí estamos autorizados todos, incluidos los medios, a reírnos y señalar con el dedo a los integrantes de cualquier monarquía... siempre que no formen parte de la Familia Real española. Incluso la prensa seria española publica chascarrillos sobre la afición a la ginebra de la fallecida reina madre británica, el furor sexual que en su juventud dominaba a su hija Isabel, actual reina de los ingleses, la anorexia que padece la heredera sueca Victoria, el pasado como prostituta de la princesa noruega Mette Marit, las borracheras de Ernesto de Hannover o la pluma homosexual de Alberto de Mónaco. Pero cuanto pueda empañar la imagen pública de nuestra Familia Real es simplemente "desaconsejado", y jamás llega a los quioscos ni a los televisores; y si se trata de un suceso inocultable como es el caso que nos ocupa, se aborda con un cuidado exquisito y, por qué no decirlo, con cierto canguelo.
En el verano de 1997 visité Moscú. A bordo de un autocar turístico el guía ruso que nos acompañaba amenizaba sus explicaciones con chistes bastante buenos, que en general tenían un duro matiz político. Contó chistes sobre Lenin, Stalin, Breznev, Gorbachov... Entre risas, una turista le preguntó: ¿Y de Yeltsin, conoce algún chiste sobre Yeltsin?". Vitali, el guía, contestó con un seco "no" y cambió rápidamente de tema. Y es que en aquellos años, Boris Yeltsin era el zar que habitaba el Kremlin.
Al parecer, en la España de 2006 las relaciones entre ciertos poderes del Estado y los medios de comunicación siguen el mismo patrón que en la Rusia semidictatorial de los años noventa del pasado siglo.
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