enero de 2007
En días como éstos se siente que las palabras carecen de toda trascendencia, al menos si se las compara con los hechos. Cuando hay cadáveres humanos de por medio, las palabras se vuelven vacías y resuenan huecas y gastadas: condenas, lamentos, alegría, equidistancias... no son más que fórmulas estereotipadas que con un poco de práctica podría llegar a declamar cualquier simio no especialmente evolucionado.
Los hechos, por contra, adquieren en estos casos una densidad dramática e insoportablemente objetiva, independiente de la valoración que hagamos de ellos e incluso de las intenciones de quienes los han provocado: vidas, destrozadas, esperanzas arruinadas, futuro colocado entre interrogantes... son hechos duros y fríos que han quedado ahí para siempre.
Decía la madre de Carlos Alonso Palate, el ecuatoriano cuyo cadáver ha sido el primero en ser extraído del parking de Barajas, que jamás había oído hablar de ETA con anterioridad al día del atentado en el que perdió la vida su hijo. Así es la vida de los pobres de la Tierra, destinada a recibir todos los golpes incluso los que no se dirigen directamente contra ellos. Un día caen de un andamio porque los constructores inmobiliarios demasiado “emprendedores” piensan que invertir en seguridad es tirar el dinero; otro día mueren de un bombazo motivado por querellas ajenas en las que ni soñaron jamás verse envueltos. Pero las bofetadas siempre caen en las mismas mejillas.
La paz vuelve a estar un poco más lejos. Es un hecho objetivo. Pero llegará algún día. No lo van a impedir quienes, se llamen ETA o se llamen PP, creen que la política es un simple sucedáneo del degüello físico del adversario y un entretenimiento para pusilánimes. Tampoco los errores de un Gobierno español demasiado confiado en su buena suerte y tan encantado de haberse conocido a sí mismo como el actual. Ni el oportunismo marrullero de ciertos políticos vascos que esperan pescar en el río revuelto por unos y otros sin tener que mojarse ellos ni el fondillo de los pantalones. Pues bien, a pesar de todos éstos, y de los que, aún peor, callan, se encogen de hombros y siguen autistas ante su tiempo y sus responsabilidades –ciudadanos que han dimitido de serlo-, la paz llegará un día porque no puede ser de otra manera; de Atapuerca a hoy la Historia –con mayúscula- va hacia delante de modo inexorable, por más que la historia –en minúscula- pegue saltos atrás, describa bucles o parezca haberse quedado detenida.
La única opción racional ahora es lamentar el atentado –son sólo palabras ante los hechos, ya lo sé, pero también un desahogo-, dejar pasar un tiempo prudencial y seguir intentando luego la negociación, porque jamás se acabará con ETA exclusivamente por la vía policial y judicial. Ni desde luego ETA podrá doblegar al Estado –obvio-, y menos aún al conjunto de la ciudadanía que no cree en el salvajismo carnicero como método para resolver los problemas de convivencia.
Desde la experiencia histórica se puede asegurar que cualquier otra opción distinta a la negociación sólo servirá para prolongar indefinidamente el dolor y el sufrimiento y no resolver el problema; por el contrario, le dará más cuerda.
Desde la experiencia histórica se puede asegurar que cualquier otra opción distinta a la negociación sólo servirá para prolongar indefinidamente el dolor y el sufrimiento y no resolver el problema; por el contrario, le dará más cuerda.
El gran sarcasmo de todo esto es que tal como están las cosas, probablemente será un gobierno del PP el que dentro de unos años pacte con ETA el fin de la violencia. Imaginen a Esperanza Aguirre recogiendo el Nobel de la Paz junto al sucesor de Josu Ternera. Y Zapatero viéndolo en la televisión.
Pero como los españoles, lo sean por vocación o por “imperativo legal”, padecen de Alzheimer colectivo desde siempre, todo estará bien.
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