jueves, 15 de febrero de 2007

El "efecto Ceaucescu". Por qué fracasó el 11-M

El 22 de diciembre de 1989, hubo en Bucarest, la capital de Rumanía, una gran concentración popular ante el palacio presidencial. Como en ocasiones anteriores, se trataba simplemente de un montaje del régimen comunista a mayor gloria del dictador Ceaucescu. Decenas de miles de personas debían aclamar disciplinadamente al Conducator mientras éste les saludaba tras haberles propinado uno de sus discursos; la rutina de las manifestaciones populares de adhesión estaba, como en toda dictadura, perfectamente establecida.

Sin embargo aquella mañana resultó distinta. Mientras hablaba desde el balcón, Ceacescu comenzó a hacer gestos de extrañeza; hasta él llegaba el eco de algunos gritos, primero aislados, luego en número creciente. Desde la distancia no podía oír lo que decían, pero aquello sonaba tan diferente a lo que estaba acostumbrado en ocasiones semejantes, que un instinto natural le hizo abandonar precipitadamente el palacio. Tenía razón en huir Ceacescu, porque inmediatamente estalló una revuelta en todo el país; apenas unos días después, él y su mujer eran ejecutados.

¿Qué había pasado? Sencillamente, Ceaucescu cometió un error de cálculo. En 1989 el bloque soviético había dejado de existir, tras una cadena de rápidos cambios de régimen en toda la Europa del Este, salvo precisamente en Rumanía y Yugoslavia. El dictador rumano no hizo caso y creyó que su poder estaba garantizado, sin darse cuenta de que en su país el fermento del cambio político se aunaba con el creciente descontento popular por la situación de pobreza en que vivían los rumanos. Era una combinación explosiva y letal.
Ceaucescu creyó seguir controlando todos los resortes, y por eso se regaló una manifestación de adhesión popular –una más, en apariencia- sin darse cuenta de que estaba convocando su propia ejecución. En suma, el resultado finalmente obtenido por el dictador rumano fue exactamente el contrario del buscado.
Exactamente eso fue lo que ocurrió en España durante las jornadas que van del 11 al 14 de marzo de 2004.
Los antecedentes están claros. Hoy sabemos que el 11-M fue pensado, planificado y ejecutado para que fuera un gran atentado de masas, una masacre indiscriminada que alcanzara la mayor repercusión posible. Sabemos quiénes lo llevaron a cabo, y sabemos el modelo en el que se inspiraron: los atentados del 11 de septiembre de 2001.
También sabemos que el 11-S tuvo en EEUU dos efectos concretos y casi instantáneos. Uno en el plano interno: garantizar la adhesión acrítica y mayoritaria de la población estadounidense a su régimen actual (el neoconservadurismo encarnado por la Administración Bush), y el otro en el externo: servir de excusa para una política exterior norteamericana agresivamente imperialista y basada en la lucha por el control de recursos energéticos estratégicos.
Cabe preguntarse si esos efectos son casuales, o responden más bien a estrategias planificadas cuya intención ha sido precisamente obtenerlos. No parece muy lógico que quienes supuestamente concibieron esa tragedia sean tan lerdos como para no percibir que su acción iba a tener consecuencias tan radicalmente contrarias a los intereses que dicen propugnar, los del mundo árabe-musulmán; la población estadounidense rápidamente se unió en piña en torno a su gobierno, y poco tiempo después el ejército norteamericano invadió a sangre y fuego parte del mundo musulmán, lo que era perfectamente previsible que ocurriera.
En realidad, cada vez es más evidente que esos efectos y consecuencias responden a un plan muy meditado, y concebido precisamente para reforzar el poder imperial USA en el mundo y no para destruirlo.
Un principio conocido desde hace tiempo nos dice que los atentados de masas no derriban gobiernos, al contrario: los refuerzan. El miedo a la agresión exterior, sobre todo si tiene carácter terrorista, une a los ciudadanos en torno a aquellos que desde el poder pueden garantizar su seguridad. Los ejemplos son infinitos. En esas condiciones, las llamadas a la unidad nacional y la exacerbación del patriotismo se convierten en instrumentos generadores de consenso colectivo, mediante el cual es fácil emprender recortes legales a las libertades públicas en nombre de la seguridad nacional. Subordinada la legalidad a la seguridad, el axioma de que para garantizar dicha seguridad interna hay que controlar "manu militari" cualquier lugar del planeta desde el cual pueda ser atacada, se desprende casi por sí solo y sin mayor esfuerzo. A partir de ahí, los usos diplomáticos, las instituciones internacionales e incluso la existencia física de cualquier otro gobierno que no acepte plegarse a esa teoría y a sus consecuencias, se convierten en obstáculos a superar, o como poco, en un fastidio al que hay que marginar.
Las formas operativas mediante las cuales se aplican estas estrategias tienen una importancia política relativa. En última instancia, estamos ante tramas complejas en las que los inspiradores probablemente poco o nada tienen que ver directamente con los ejecutores; unos y otros están en los extremos de una misma cadena, pero no tienen por qué encontrarse necesariamente en contacto directo. La manipulación e incluso la creación de grupos terroristas o de unidades especiales militares capaces de llevar a cabo esta clase de acciones, es algo ya viejo y probado. Seguramente, muchos miembros de grupos terroristas e incluso la mayoría de sus dirigentes se sorprenderían si supieran quién y desde dónde maneja realmente los hilos de su organización.
El problema surge cuando se intenta aplicar miméticamente el esquema descrito en cualquier país y bajo cualquier circunstancia, sin tener en cuenta que al ser otras las variables y actuar como si fueran las mismas, la respuesta finalmente obtenida puede ser diferente y aún opuesta a la apetecida (algo que conoce perfectamente cualquier alumno de Ciencias que se enfrenta a un experimento). Este fue el error monumental cometido en España.

La premisa es: el 11-M debía servir para que España se implicara de hoz y coz y por consenso popular en la "Cruzada antiterrorista mundial", liderada por la Administración Bush. Para ello hacía falta un estímulo contundente, que sacudiera la población española hasta los cimientos más íntimos de cada persona. Un gran atentado terrorista que llevara a los españoles a cerrar filas tras su gobierno del momento, y en definitiva, tras EEUU, país con cuya política exterior ése gobierno se identificaba de modo servil.
El candidato natural para ejecutar ese atentado no podía ser otro que ETA. La organización terrorista vasca es, desde hace cuarenta años, el referente español en materia de terrorismo. Ningún otro grupo ha tenido su duración histórica ni ha calado tan hondo en la conciencia de los españoles como símbolo de terror. Ciertamente las masacres de población civil que ha producido ETA –caso del atentado de Hipercor en Barcelona- han sido siempre "daños colaterales", no buscados directamente por los ejecutores. Pero en una organización de esas características, nunca puede excluirse que toda o una parte de ella decida en cualquier momento dar un salto cualitativo y pasar directamente al terrorismo de masas.
En diciembre de 2003 parecía que ese paso se había dado, cuando según se dijo oficialmente ETA intentó volar un tren dentro de la estación madrileña de Chamartín. Más tarde, poco antes del 11-M, se produjo la detención de dos miembros de esa organización cuando viajaban rumbo a Madrid en una furgoneta donde llevaban media tonelada de explosivos; se dijo también entonces –apareció así en la prensa escrita- que se les intervinieron planos de una zona próxima a Madrid llamada Corredor del Henares....donde el 11-M tendrían lugar los atentados contra los trenes.
Y sin embargo, hoy está perfectamente probado que los atentados del 11-M los llevó a cabo un grupo de terroristas islamistas y no ETA. Pero el 11 de marzo de 2004 mucha gente, incluido el gobierno español que entonces presidía José María Aznar, creyó o quiso creer, según casos, que la autoría de la matanza correspondía a ETA. Aunque a primera hora de la mañana era lógico pensar así, la investigación policial llevó a que la misma tarde del 11-M se disiparan ya todas las dudas sobre la autoría del crimen. Y sin embargo el gobierno español insistía en que el atentado era obra de ETA, al punto de comprometer al Consejo de Seguridad de la ONU en una condena formal de esa organización como autora del atentado, en una maniobra que naturalmente contó con el apoyo de los EEUU.
Entre el 11 y el 14 de marzo fue tal la insistencia del gobierno Aznar en la autoría de ETA, que desde la oposición política, algunos medios de comunicación y de modo creciente, desde la calle, se comenzó a decir que parecía que el gobierno estaba esperando o incluso deseando un atentado de ETA; un gran atentado de ETA, para ser más preciso. Si éste se producía, vendría, en definitiva, a justificar el alineamiento del gobierno español de entonces con la política antiterrorista mundial de EEUU, y con seguridad daría la mayoría absoluta al Partido Popular (PP) de Aznar en las elecciones del 14 de marzo, remontando los datos de las encuestas reservadas, que hasta ese momento arrojaban un empate técnico entre el PP y el PSOE con ligera ventaja para este último. Lo expresó claramente Arriola, el principal experto electoral del PP, el mismo día 11 de marzo, en conversación con Mariano Rajoy: si el atentado era obra de ETA, el PP tenía la mayoría absoluta garantizada en las elecciones del día 14, pero si eran los islamistas u otros, perderían.
Que una ETA muy golpeada y debilitada por la colaboración policial francesa hubiera entrado en proceso de descomposición interna, de modo que una parte de sus miembros más "duros" estuviera dispuesta a iniciar una política de atentados indiscriminados, era una posibilidad muy real en marzo de 2004 e incluso un tiempo antes.
Pero ETA no fue la autora de la voladura de los trenes en Madrid el 11-M.
¿Por qué ETA no llevó a cabo ese atentado? Las razones son diversas, pero todas decisivas incluso tomadas de una en una:
Primero, porque ETA ya no estaba en condiciones operativas para desarrollarlo.
Segundo, porque a consecuencia de él, la organización iba a romperse y quizá a desaparecer.
Tercero, porque por su causa su base social iba a dividirse, enfrentarse y disminuir de manera irrecuperable.
Cuarto, porque hubiera cerrado definitivamente cualquier puerta a una negociación con el Estado español que permitiera al terrorismo vasco un final pactado.
Y quinto y último, porque habría dejado a ETA sin los ya escasos apoyos exteriores de que dispone, cegándole para siempre la posibilidad de acceso a cualquier clase de foro internacional.
Y sin embargo, Aznar y su gobierno esperaban (¿deseaban?) un atentado de ETA en las jornadas previas a las elecciones del 14 de marzo. Tal vez conocían la existencia de preparativos para un atentado sin saber quién lo preparaba. Tal vez, simplemente, alguien de toda su confianza les había convencido de que habría un atentado muy importante, y ellos dedujeron por su cuenta que sólo podía ser ETA la autora.
Obcecación, sin duda. Pero también irresponsabilidad y cálculo político.
A pesar del atentado del terrorismo islamista contra intereses españoles en Casablanca, Marruecos, ocurrido en 2003, el gobierno español continuó sin tomar en serio la amenaza islamista radical, probablemente porque de haberlo hecho, al implementar medidas policiales visibles hubiera estado dando a entender que la política exterior aznarista podía tener un elevado precio en sangre para los españoles. Cosa que evidentemente habría incrementado el rechazo de una población ya muy sensibilizada (el 90% se manifestaba en contra de la participación de España en la guerra de Irak); el coste político que habría debido pagar ése gobierno habría sido altísimo.
Con todo, cuando en la mañana del 11 de marzo reventaron cuatro trenes de cercanías en Madrid, la tipología y magnitud de la bestialidad cometida desbordó con seguridad cualquier cálculo previo. El atentado superaba cuanto razonablemente podía esperarse que sucediese en España en materia de atentado terrorista. No había precedentes, tanto por la dimensión de la masacre como por la indiscriminación de las víctimas y la adscripción social de éstas.
Llama la atención, por cierto, que se escogieran precisamente como objetivos trenes de cercanías de la periferia obrera madrileña en hora punta. ¿Por qué no se hizo por ejemplo en una discoteca de moda como ocurrió en Bali, o en un estadio de fútbol repleto de un público interclasista como a posteriori se ha intentado según se nos ha dicho?.
Sencillamente porque el atentado del 11-M tiene un contenido clasista y antipacifista evidentes. Se trataba de golpear con la mayor dureza a quienes más contundentemente se habían opuesto –en manifestaciones y en las encuestas- a la Cruzada antiterrorista lanzada por la Administración Bush: las clases trabajadoras españolas. Se quería hacerles adjurar de su "error". El mensaje que transmitía el atentado era: ¿Véis como el terrorismo es un problema que nos alcanza a todos, incluso a quienes estáis en contra de nuestros métodos para acabar con él?.
Como correlato, el gobierno español intentó ponerse a la cabeza de la ola y rentabilizar políticamente el sentimiento popular de horror e indignación desencadenado por el atentado, convocando manifestaciones de repulsa en todo el país para la tarde del 12 de marzo. Se buscaba la adhesión a las tesis gubernamentales y que el pueblo cerrara filas en torno a su gobierno. Pero la reacción que obtuvieron fue en sentido contrario: como Ceacescu en su balcón, los dirigentes del PP hubieron de soportar los gritos y los insultos de una ciudadanía irritada que exigía saber quiénes eran los responsables de la masacre.
Los que creían que lo lógico era que los españoles reaccionaran como los norteamericanos, cerrando y estrechando filas en torno a su gobierno, se equivocaron grandemente, y ello por las siguientes razones:
Primero, porque el pueblo español mantiene desde hace tiempo una profunda conciencia antibelicista, fruto de experiencias pasadas (significativamente, de la Guerra Civil española).
Segundo, porque la identificación sumisa con la política exterior norteamericana cuadra mal con la conciencia de un pueblo que desde 1898 recela de USA, país del que además sabe que contribuyó de modo decisivo a la consolidación y sostenimiento de la dictadura franquista.

Tercero, porque España no ha tenido desde hace siglos contencioso ninguno con la globalidad de los países árabes ni con el mundo musulmán. Además, la puntual aventura imperialista española en Marruecos a principios del siglo XX supuso tal baño de sangre para las clases populares españolas, que quedaron bien escarmentadas de que su país participara en empresas semejantes.
Cuarto, porque la no existencia entre los españoles de una sólida conciencia de superioridad racial en relación con otros pueblos, evitó que la responsabilidad del atentado se atribuyera de modo extensivo y genérico a "los moros", y por extensión a todos los musulmanes.
Quinto, la circunstancia de que un tercio de los muertos y heridos en los trenes de Madrid eran inmigrantes extranjeros, entre ellos muchos de cultura y religión islámica y la mayoría de estos de origen marroquí, neutralizó el hecho de que los autores del atentado fuesen asimismo marroquíes.
Sexto, porque las gigantescas manifestaciones populares contra la guerra celebradas la primavera anterior habían difundido entre los españoles una fuerte conciencia de globalidad positiva y solidaridad internacional, sentimientos fortalecidos por las horribles imágenes de muerte y destrucción ocasionadas por la invasión de Irak, imágenes que aquí, a diferencia de EEUU, sí pudieron verse en televisión.
Y séptimo, porque la acumulación de errores, mentiras, engaños y manipulaciones desplegados por el gobierno del PP desde el 2000 en multitud de casos ya célebres (Gescartera, "invisibilidad" de la huelga general, Prestige, Yak-42, guerra de Irak...), liquidó cualquier credibilidad que hubiera tenido anteriomente entre el común de la ciudadanía.
En marzo de 2004, el PP sencillamente no estaba en condiciones de llamar al conjunto del país a cerrar filas en torno a su gobierno. El crédito se les había agotado con acciones como la famosa entrevista en Televisión Española un año antes, en la que Aznar, mirando fijamente a la cámara, exhortó a todos los españoles a creer en su palabra cuando afirmaba que el Irak de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva, y ello cuando ya era público y notorio gracias a los investigadores de la ONU que dichas armas no existían.
En resumen, el 11 de marzo de 2004 vino simplemente a confirmar que el país estaba en manos de un atajo de embusteros ventajistas, y que las elecciones del 14 de marzo eran la ocasión para echarlos fuera del gobierno y aún de la política.
Si la concepción de la acción terrorista del 11-M partió del gobierno de los EEUU, de una parte de él o del poder realmente existente en ese país -el todopoderoso complejo militar-industrial, contra el que ya advertía Eisenhower en los años cincuenta, ahora en versión "neocon" aún más extremista y rapaz si cabe-, y si su despliegue corrió por cuenta de una agencia oficial de "servicios especiales" o fue un encargo a "empresas del terror" de carácter privado, probablemente no lo sabremos nunca. Sabemos, eso sí, quiénes fueron sus ejecutores directos –el terrorismo islámista-, y quiénes fueron los irresponsables que intentaron aprovecharse políticamente de ella: Aznar, su gobierno y su partido.
De todos modos, es obvio que quienes intentaron forzar una mayor identificación de España con las tesis antiterroristas de EEUU –y no tuvieron reparo en desencadenar una matanza de las características y proporciones como la que tuvo lugar en Madrid-, no actuaron tanto por beneficiar a un gobierno satélite cuanto en función de sus propios intereses estratégicos y globales; el sacrificio de tantos seres humanos debía haber convencido a los españoles de la bondad de las posiciones "antiterroristas globalizadoras" de la operación "Libertad Duradera" y sus prolongaciones presentes y futuras.
Y sin embargo, es sabido que el resultado que obtuvieron fue, como en el caso de Ceaucescu, exactamente el contrario al que aspiraban. El pueblo español, como en su momento el pueblo rumano, reaccionó valientemente contra engaños y manipulaciones. Si a los rumanos les movió en 1989 el hambre, el frío y el ansia de libertad, a los españoles en marzo de 2004 les empujó, a la calle primero y luego a las urnas, un ansia de justicia y de dignidad que ningún poder pudo detener.

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