martes, 13 de febrero de 2007

No estamos solos

Mucho ha llovido desde que Charles Darwin introdujo el concepto de evolución como eje exclusivo sobre el que giraba la existencia de vida orgánica en la Tierra. Ha costado tiempo y esfuerzo, pero parece que por fin toda la comunidad científica que merece tal nombre ha asumido el evolucionismo como hecho incontestable. El secreto de la vida radicaría probablemente en el perpetuo ir hacia adelante ensayando diferentes soluciones, que dicho sea de paso es una teoría que se comparece perfectamente con el mito del progreso indefinido, tan caro al positivismo científico burgués del siglo XIX.

Sin embargo ya desde los tiempos de Darwin se fue extremadamente cuidadoso con el asunto de la evolución humana, tratando de dibujar un perfil evolutivo propio para esta especie que de algún modo estuviera dotado de "sentido", cuando no de "intencionalidad". No es necesario recurrir al posterior maridaje entre darwinismo y ciertos sectores cristianos para detectar la preocupación existente entre muchos científicos –incluso entre los más ortodoxamente darwinistas, y por tanto ateos- por trazar un modelo evolutivo propio para el hombre que salvaguarde su posición como rey de la Creación, incluso después de haber negado toda intervención divina en la existencia del Universo.

En resumidas cuentas, así como para las otras especies animales se admite la evolución en múltiples direcciones, con resultados que no permiten establecer jerarquías entre ellos –se habla incluso de la posibilidad de regresiones evolutivas-, en el caso del Hombre no hay cabida para la duda: el frondoso árbol de los homínidos habría sido macheateado rama a rama a lo largo de millones de años por un Destino Manifiesto hasta dejar una sola, la que conduce directamente a nosotros. Quedarían pues apartados de nuestra genealogía –que no de cierto parentesco- tanto los homínidos extinguidos como los primates actuales; nosotros seríamos sapiens sapiens, únicos en nuestro género, reyes y señores subidos a la cúspide de la evolución, en la que permaneceríamos mientras siga brillando el Sol.

Y sin embargo, las últimas investigaciones científicas van probando que todo eso son tonterías y fantasías egocéntricas de calibre similar a sostener en público que hubo un Dios creador que hizo el Universo en seis días, y que nosotros, por especial benevolencia suya, fuimos fabricados aparte.

Hasta fecha muy reciente, por ejemplo, se consideraba a los neanderthal como una "raza" precursora de la nuestra pero no emparentada con nosotros, los sapiens o como se decía en mis tiempos de adolescente aficionado a la Paleontología, los cromagnon. Sin embargo cada vez son mayores las pistas que conducen a creer que hubo un cruce entre esos dos troncos precursores y que tal vez nosotros seamos producto de esa fusión, de la que empiezan a haber evidencias importantes más allá del famoso cráneo infantil de Portugal.

Con todo algo humano se les ha reconocido siempre a los pobres neanderthal, en la medida en que desde hace casi dos siglos se conocen innumerables muestras de su cultura material, comenzando por una amplísima y trabajada industria lítica. Tradicionalmente se ha considerado que la frontera entre el humano y el animal reside precisamente en que sólo los humanos hemos sido capaces de fabricar utensilios y por tanto, de tener una cultura material. La inteligencia, cualidad supuestamente privativa de los seres humanos, se manifestaría precisamente en la capacidad para fabricar instrumentos; allá donde haya un utensilio ha habido un ser humano, ha sido hasta fechas recientes la doctrina dogmática de los paleontólogos.

Pues al parecer todo este andamiaje se viene abajo sin remedio. Ya hace tiempo que en investigaciones desarrolladas en Africa se descubrió que los grandes monos no sólo tienen organizaciones sociales complejas, sino que son capaces de vivir comportamientos muy "humanos" en el seno de esos grupos. También hace años que se comprobó la utilización por chimpancés de piedras o ramas, pero esos usos se consideraban esporádicos y en todo caso realizados a partir de elementos no fabricados por el primate; se admitía que si a ciertos monos especialmente espabilados se les daba un hacha de piedra, por ejemplo, podrían llegar a saber usarla convenientemente, aunque jamás serían capaces de fabricar una réplica.

Resulta que esto tampoco es así. Julio Mercader, un investigador de la Universidad de Calgary (Canadá) de origen español, acaba de demostrar que no sólo hoy día hay chimpacés capaces de usar herramientas líticas, sino que hace miles de años ya las usaban y lo que es más impresionante, las fabricaban sin necesidad de imitar a un humano.

La industria lítica estudiada por Mercader se hallaba en un yacimiento de Costa de Marfil, y ha aparecido asociada a restos de frutos habituales en la alimentación de los chimpancés pero no en la humana. El paleontólogo se refiere al uso de esos útiles en "tecnologías percusivas", que permiten romper la cáscara para hacerse con el fruto. El conocimiento técnico de los cascadores era tan exquisito, que según Mercader aplicaban percutiendo "fuerza de comprensión de más de mil kilogramos. Y la idea es romper la cáscara sin deshacer el interior del fruto, algo que no es fácil" (sic). Efectivamente, no es fácil, y requiere pensar bien la acción antes de ejecutarla, seleccionar el instrumento más adecuado para llevarla a cabo, y desarrollarla por fin con precisión y limpieza. Mercader está hablando de un yacimiento de hace 4.300 años.

Estamos pues ante unos animales "no humanos" capaces de desarrollar una cultura material legada generacionalmente, lo que implica procesos de aprendizaje y transmisión de conocimiento pautados. ¿Hacia adónde puede evolucionar eso? ¿Hay límites o sólo es cuestión de tiempo?. Si los humanos no somos los únicos capaces de cascar una nuez correctamente, ¿por qué otras especies no podrían acabar haciendo en el futuro las mismas tareas que nosotros u otras distintas?.

Habrán más sorpresas relacionadas con los grandes monos, y van a ir más allá de la posesión de cultura material. Una que ya es conocida por la comunidad científica, pero de la que se ha hablado muy poco: en Africa central hay comunidades de chimpancés que entierran a sus muertos. Y esto es sólo el principio.

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