En las primeras horas de la tarde del 26 de enero de 1939, las tropas franquistas bajaban por las laderas del Tibidabo y avanzaban por la Diagonal sin encontrar apenas resistencia. El dispositivo de defensa, encomendado días antes al general Juan Hernández Sarabia -un hombre verdaderamente admirable, sobre el que un día de éstos subiré un post- había evacuado la ciudad horas antes, dejando tras de sí una débil y agotada retaguardia.
Cien mil civiles huyeron de la ciudad casi con lo puesto. Otros miles de hambrientos se lanzaron a saquear los almacenes gubernamentales. Es difícil imaginar el vacío terrible de esas horas angustiosas en una ciudad de un millón de habitantes, mientras espera no a Godot sino al más terrible de los verdugos.
El escritor Francisco González Ledesma explicaba hace un par de años en su blog como, tras tres días sin comer, él y su madre salieron a la calle a buscar algo justo cuando la caballería mercenaria mora alcanzaba el paseo de Colón, y dando alaridos salvajes cargaba sable en mano contra la gente que huía. Escribe González Ledesma: "cerca de allí pude ver a tres soldados republicanos, completamente solos, rodilla en tierra, disparando contra los jinetes. Murieron con una dignidad inmensa". En esta ciudad que se supone tiene un consistorio de izquierdas, alguien debería tomar la iniciativa de poner una placa en el lugar donde se sacrificaron esos héroes.
Dice también González Ledesma que esa tarde se congregó alguna gente en la plaza Catalunya saludando a los invasores, pero que en su barrio, en el viejo, obrero, rebelde y festivo Paralelo, la gente lloraba por la calle. Barcelona había caído.
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