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lunes, 24 de noviembre de 2008

Cuaderno de mi primera vuelta al mundo: La calle Nueva de Manila


En posts anteriores he escrito acerca de Donato Navarro Mairal, mi bisabuelo materno, que sirvió como soldado español en la guerra de Independencia de las Filipinas, y fue luego prisionero de los tagalos durante casi año y medio. En alguno de ellos he hablado de una fotografía en la que aparece mi bisabuelo de uniforme junto a un grupo de compañeros. La foto fue tomada en Fotografía La Paz, un estudio situado entonces en la calle Nueva, número 32, de la ciudad de Manila, concretamente en el barrio de San Nicolás de Binondo, conocido como "Chinatown".

Cuando año y pico antes del viaje de vuelta al mundo que realicé en 2007 comencé a diseñar el itinerario que iba a seguir, ya pensaba recalar en Manila durante unos días. Pero fue precisamente el descubrimiento de la existencia de Donato y de su aventura filipina lo que hizo aumentar mi interés por la ciudad, y enfocar los días que pasé en ella en la visita de los escenarios que un siglo atrás recorriera mi bisabuelo en aquel lugar, situado a 11.000 km de su casa.

Así fue como conocí el barrio de Intramuros, el viejo y hoy casi en ruinas barrio colonial español de Manila. Y también el pintoresco barrio de Binondo, que hoy como en las postrimerías del siglo XIX sigue siendo "el Barrio Chino" de la ciudad, poblado de toda clase de comercios regentados por chinos, aunque en los últimos años se hayan ido levantando en él modernos edificios de oficinas, que han comido espacio a las viejas casas bajas características del barrio. Muchos años antes de la llegada de empresas extranjeras, la Segunda Guerra Mundial y la brutal destrucción de Manila que llevó a cabo el ejército norteamericano de McArthur, dejaron una fuerte huella en Binondo en forma de calles y edificios destruidos.

Sin embargo, la estructura de la trama urbana permanece intacta. Hoy como ayer, la puerta de acceso a Binondo, su vía principal y a la vez eje comercial, sigue siendo la calle Nueva, llamada desde hace algunos años calle de Quintín Paredes. Esta vía nace en el puente de España (Jones Bridge, en el callejero moderno), un airoso ejemplo de arquitectura civil española del siglo XIX, que une la puerta de Isabel II, en Intramuros, con el arranque de la calle Nueva (hoy Quintín Paredes, como decía) de Binondo a través del río Pasig.

Viniendo pues de Jones Bridge, a mano derecha, y contando las manzanas, islas o cuadras de casas, organizadas de diez en diez números, pude situar aproximadamente el número 32, el número que correspondería al edificio de Fotografía la Paz, en el solar donde hoy se levanta un restaurante de comida rápida de una cadena autóctona muy popular en Filipinas. Para ello antes tuve que asegurarme de que aquella calle, Quintín Paredes, era efectivamente la calle Nueva. Aunque mi plano de Manila de 1898 encajaba perfectamente con el callejero moderno de la Manila histórica, me acerqué hasta un edificio oficial que había en una esquina para preguntar si efectivamente se trataba de la misma calle. Junto a la puerta estaba sentado un joven policía charlando con tres o cuatro mujeres mayores, todos sentados en sillitas bajas a la sombra. Le pregunté al policía dónde quedaba la calle Nueva y si ésta correspondía con Quintín Paredes según se deducía de mis planos. Al tipo el nombre de calle Nueva no le decía nada. Cuando comenzaba a pensar que no lograría confirmación verbal, una de las mujeres del grupo, una anciana, metió baza en la conversación y me aseguró que efectivamente, aquella que discurría junto a nosotros era la antigua "Calle Nueva", y que cuando ella era niña, años después de la independencia filipina, la gente adulta aún seguía llamándola así.

Un poco más arriba del chaflán donde conseguí esa para mí valiosa confirmación, un arco de estilo chino y construcción relativamente reciente celebra la amistad chinofilipina. Detrás de él se abre un mundo que resulta extraño e inquietante aún hoy para un occidental viajado; cuánto más para el muchacho que en 1898 caminó esta calle vestido con su uniforme nuevo, para hacerse una fotografía con un grupo de compañeros en un fotoestudio de la calle Nueva.

lunes, 1 de septiembre de 2008

En Santiago de Chile. Visita sentimental al Palacio de la Moneda


Del Cuaderno de mi primera vuelta al mundo.

La fachada principal del Palacio de la Moneda se abre ante una plaza rectangular y dura, la Plaza de la Constitución, rodeada por altos y grisáceos edificios oficiales. En el lado que uno encuentra viniendo desde Morandé hay un pedestal con una estatua de Salvador Allende Gossens, presidente de Chile asesinado en el golpe de Estado militar de 1973. La estatua es tan fea como el entorno urbano en el que se encuentra, y tiene un aire postizo y de mal encaje, como si la hubieran dejado allí de modo provisional.

Los edificios ministeriales que le sirven de telón de fondo recuerdan con toda exactitud la arquitectura oficial franquista de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Paredes lisas, sin ninguna clase de concesiones ni adornos, y una multitud de ventanas a modo de celdillas burocráticas. Sin embargo, desde algunas de esas ventanas, media docena de funcionarios mal armados detuvieron durante horas el asalto del ejército golpista al cercano palacio presidencial en aquél lejano 11 de septiembre; sólo cuando los asesinos uniformados colocaron un grupo de prisioneros tendidos en el suelo ante las orugas de un tanque y amenazaron con aplastarlos, aquellos valientes cesaron de disparar y abandonaron la posición.

Hoy no hay mucha gente en la plaza, y la mayoría de quienes circulan por ella visten uniforme y pasan de largo, como si el remozado palacio les trajera sin cuidado, quizá porque que ya lo tienen muy visto. Yo es la primera que estoy en Santiago, así que me quedo mirándolo desde todos los ángulos y haciéndole fotos sin parar. Hay carabineros imponentes un poco por todas partes; no falta mucho para el 11 de Septiembre de 2007, y debe preservarse el orden público.

Entro en el palacio por la puerta principal. El edificio es alargado y bajo, con cuatro cuerpos unidos en ángulo, articulados en torno a un gran patio. Algunas esculturas e instalaciones artísticas de tipo muy moderno –arte contemporáneo- están diseminadas como al azar por toda la amplia explanada interior; el efecto buscado es, obviamente, rebajar la tensión que transmite al visitante la carga histórica y emocional del espacio . El arte moderno aquí presente, banal y colorista, intenta transferir al conjunto arquitectónico un aire de alegría trivial. Obviamente no lo consigue, y el efecto final es desconcertante.

Veo carteles que avisan de que está prohibido subir las escaleras que conducen al primer piso. Con toda inocencia pienso que alguna parte del palacio se podrá visitar, así que tomo hacia la izquierda del patio, donde he visto un portón abierto. Entro en un vestíbulo desnudo, y como no veo ningún cartel que prohíba el paso, tomo una escalera amplia que desciende hacia el subterráneo. Abajo hay una planta amplia, con paneles de separación conformando pasillos y despachos. A mi derecha, una màquina de refrescos ostenta un cartelito en el que se avisa de que quien manda ahí no se hace cargo de su posible mal funcionamiento. ¿Qué diablos es éste sitio?.

Unas voces a mi espalda me obligan a girarme, e inmediatamente veo venir hacia mí a un carabinero enorme, con su uniforme ajustado, sus correajes de cuero y sus botas de montar relucientes. Autoritario pero contenido, me informa de que yo no puedo estar allí. Murmuro una disculpa y echo a andar tras él escaleras arriba hasta salir al patio, donde me abandona sin siquiera volver la cabeza para mirarme. Debo ser tan poca cosa a sus ojos, que en nuestro breve paseo ni se ha dignado controlarme de cerca. Por el camino ensayo mentalmente varias explicaciones acerca de la naturaleza de aquél lugar subterráneo, ninguna de ellas tranquilizadora.

Los escasos visitantes son animados por los carabineros a circular en el menor tiempo posible entre la entrada principal y la salida situada enfrente, al otro lado del patio.

Me voy de la Moneda con la idea de que Allende está muerto con toda seguridad, pero con muchas dudas acerca de que Pinochet lo esté realmente.

miércoles, 4 de junio de 2008

Cuaderno de mi primera vuelta al mundo: Kowloon hasta el mar


Nathan Road es una larga calle comercial que atraviesa Kowloon como un tajo. Toda ella está sembrada de tiendas de artículos caros, singularmente relojerías de lujo, dispuestas una a continuación de otra. Casi en el cruce entre Nathan Road y Cameron Road está la Gran Mezquita de Hong Kong, frecuentada al atardecer por una turbamulta de musulmanes chinos. A a su espalda, el Parque de Kowloon, un típico jardín chino con lago, pajarera y pabellones por donde pasear y reposar aislado del bullicio incesante que sacude la ciudad de día y de noche.

No hay en los comercios de Nathan Road nada específicamente chino, salvo su ubicación en esta especie de inmenso mercado abierto al mundo que es Hong Kong. Lo que se vende aquí son productos sino fabricados en Occidente sí al menos creados al gusto occidental. Hong Kong es el paraíso de los juguetes para adultos niños, y en general para todos los fascinados por la cacharrería electrónica, especialmente por cuanto tenga que ver con la informática de avanzada. Los precios no son baratos pero la calidad es excelente, y sobre todo, uno puede comprar aquí lo que probablemente tardará un año en ver en las tiendas de Europa y América.

Recuas de familias provenientes del Golfo Pérsico, convenientemente disfrazados con ropa de turista occidental convencional, pasan por Nathan Road cargados de paquetes. Algunas parejas de ciudadanos británicos muy gastados por el tiempo y el alcohol curiosean relojes de oro en los escaparates, y acaban comprando imitaciones bastante dignas al paquistaní que las vende en la misma puerta de la relojería. En Hong Kong todo el mundo hace negocios, y la frontera entre lo legal y lo ilegal suele ser más fina que un hilo de seda pura.

Caminando calle abajo se llega al cruce con Salisbury Road, escoltado por hoteles con nombres sonoramente lujosos. Casi enfrente del cruce, uno se encuentra con un macro complejo cultural que corta la respiración: museos, teatros, auditóriums. Detrás de los edificios, al otro lado de la bahía, se yerguen los rascacielos que cobijan las grandes marcas comerciales, apiñados como árboles de una selva tupida en la escasa superficie de Hong Kong Island, el corazón desde el que se bombea sangre a todo el sistema financiero del Sudeste Asiático. En esa especie de Vaticano de la religión del dinero, los nombres de los dioses a los que se rinde culto lucen en enormes rótulos publicitarios. Todos tienen resonancias anglosajonas, pero su nervio y su alma son asiáticos cien por cien.

Llovizna. Pasan de un lado a otro de la bahía los ferrys verduzcos, bajo la lluvia fina y como vaporizada. Según horas van atestados de gente, pero a esta hora de la tarde llevan pocos transeúntes a bordo. Kowloon se prepara para la noche. De aquí a poco estallará en colores por todos sus infinitos tubos de neón, porque Kowloon quizá duerma, pero su comercio jamás lo hace.Dudo entre cenar en un restaurante chino, uno japonés o un indonesio. Gana el japonés, en Cameron Road, no lejos de mi hotel en Chatam Road.

domingo, 20 de abril de 2008

El mercado de Papeete, microcosmos tahitiano

Papeete, la capital de la Polinesia Francesa es una ciudad pequeña y provinciana, arrimada al mar como una cinta larga y estrecha. Un paseo marítimo ancho y extenso la separa del puerto y ejerce como verdadera calle mayor de la población, si bien gran parte de los edificios principales quedan un poco a trasmano de esa arteria central.

Todo en Papeete tiene el aspecto de esas pequeñas poblaciones costeras mediterráneas del sur de Francia que tanto gustan a los turistas centroeuropeos y norteamericanos. Edificios bajos, calles estrechas, aceras saturadas, un tráfico endiablado... Como un pueblo de la Costa Azul que viviera un verano perpetuo sumergido en el calor y la humedad, Papeete invita a caminar con pausa, a buscar las sombras y a entrar en los muchos comercios climatizados que uno encuentra en su camino.

En el centro teórico de la ciudad está el mercado, un edificio rectangular de dos pisos con estructura de vigas metálicas pintado en blanco y azul cielo, instalado en una especie de plaza conformada sobre un cruce de calles. El mercado de Papeete es un lugar alegre, colorista y lleno de vida, rebosante de olores y sensaciones, en el que impera un orden muy francés que sin embargo convive sin mayores problemas con cierta promiscuidad en las cosas y las personas que es característicamente polinesia. Los puestos de venta se alinean según especialidades, y las frutas, flores y viandas se distribuyen en manchones de colores que festonean el piso inferior del mercado, el que se halla en el nivel de la calle, espacioso y con amplios accesos abiertos a los cuatro puntos cardinales, en tanto el piso superior se organiza en rincones colgados en el aire a los que se llega subiendo escaleras y recorriendo estrechos y oscuros pasillos, entre puestos en los que se vende ropa, abalorios, tallas artesanales y los más insospechados objetos materiales no comestibles.

Acodadas en una pasarela metálica del segundo piso, cuatro muchachas tahitianas observan a la gente que entra al mercado y, sonrientes, se dejan fotografiar por los extranjeros que las vemos suspendidas sobre nuestras cabezas como si fueran reclamos publicitarios. En realidad están allí por el gusto de estar, por charlar, sonreír y ver pasar la gente. Para estas chicas polinesias el tiempo no tiene el mismo valor que para sus vecinos franceses o los visitantes occidentales. El “dolce far niente” que practican con perezosa entrega es un modo particular de vivir y de sentir, ajeno a nuestras prisas y preocupaciones; seguramente tienen asuntos en los que ocuparse, pero saben que éstos pueden esperar otro ratito y que a la postre, es más gratificante sonreír a un desconocido que discutir con tu jefe.

La mañana está avanzada ,y algunos puestos empiezan a recoger. Por los pasillos del mercado disminuye el tráfico de maduras y gordas polinesias cargadas con la compra del día, y empiezan a abundar por contra los extranjeros de pantalón corto que caminamos distraídos, seducidos por el festín visual y odorífico. Nunca vi un mercado donde se vendieran tantas clases de flores distintas ni tal variedad de frutas irreconocibles o en variedades débilmente emparentadas con las nuestras.

Este pequeño paraíso umbroso y ventilado es pues como un compendio enciclopédico de cuanto la tierra de Tahití ofrece, que es mucho y bueno. También, un resumen de las razas y tipos humanos que la pueblan o están de paso por ella. Un microcosmos en suma ameno y amistoso, donde el tiempo pasa suavemente.

martes, 12 de febrero de 2008

Teotihuacan, la Ciudad de los Muertos


A unas decenas de kilómetros de Ciudad de México se encuentran los restos de la misteriosa ciudad monumental de Teotihuacan, que en la época en la que los aztecas eran una civilización en el cénit de su poder ya era un antiguo lugar de culto heredado de una civilización anterior desaparecida.

Tuve la fortuna de recorrer Teotihuacan en visita privada, acompañado por dos expertos guías que no sólo me mostraron el lugar, sino que sobre todo me ayudaron a entender su significado. Porque más allá de su impresionante apariencia pétrea Teotihuacan fue un centro espiritual mesoamericano comparable al Vaticano o a La Meca actuales, y también una urbe habitada por decenas de miles de personas.

Teotihuacan se organiza alrededor de un gran y único eje, la Avenida de los Muertos. A ella se asoman las descomunales pirámides del Sol y de la Luna, una serie de grandes plataformas ceremoniales y otros edificios de carácter cívico y religioso. Impresiona el sentido urbanístico con que está trazada la ciudad, y el buscado efecto monumental que sus constructores lograron imprimirle. El ánimo queda en suspenso contemplando las proporciones de las construcciones y la calculada y precisa distribución espacial de todo el conjunto. Nada fue dejado aquí al azar, e incluso parecen haber estado perfectamente previstos y delimitados los espacios que durante las ceremonias que se desarrollaban en la ciudad ocupaban las diferentes castas y clases que componían la sociedad teotihuacana.

En realidad, lo poco que sabemos de este lugar es lo que sobre él nos trasmitieron los aztecas, una información escasamente fiable respecto a sus orígenes reales ya que los aztecas reciclaron Teotihuacan tras adoptarlo como centro ceremonial propio, en un ejercicio de sincretismo religioso semejante al practicado por religiones mejor conocidas por nosotros. Parece que para la civilización azteca, Teotihuacan era el lugar de nacimiento del Quinto Sol, el inicio por tanto de la era que según los antiguos mesoamericanos estamos viviendo y que finalizará con un gran terremoto y el exterminio total de la Humanidad. ¿Quiénes fueron los teotihuacanos, y por qué desaparecieron? No lo sabemos, y acaso no lleguemos a saberlo nunca.

martes, 29 de enero de 2008

Darling Harbour, una marina mediterránea en los mares del Sur


Lo primero que sorprende al viajero europeo que llega a Sidney es el ambiente relajado que respira la ciudad. La urbe entera parece disolverse en una densa trama de amplios jardines y extensos parques urbanos, y salvo las pocas manzanas que conforman el centro financiero, donde el tráfico peatonal es aún más acelerado y numeroso que el de los automóviles, el resto de la ciudad disfruta de un ritmo de vida tan sosegado que parece aldeano.

Sidney es una ciudad diseñada para ser caminada. En pocos lugares del mundo como en ella se tiene esa sensación placentera de que desplazarse entre dos puntos urbanos puede ser una actividad gozosa, una forma espléndida de perder el tiempo disfrutando las ventajas de un paseo al aire libre. Obviamente si uno tiene prisa el transporte público le ofrece soluciones eficientes y rápidas, desde luego, pero lo más grato en esta ciudad es caminar y observar.

Y ningún otro lugar de Sidney para caminar y observar como Darling Harbour. El viejo puerto de Sidney ha sido transformado en pocos años en un centro de ocio al aire libre que puede compararse, con ventaja, con sus homólogos de la Europa del sur, cuya influencia es evidente en el diseño y usos de este espacio público singular. En efecto, la marina de Sidney recuerda poderosamente las de ciudades mediterráneas como Barcelona o Tel Aviv, si bien sus dimensiones no guardan proporción alguna; Darling Harbour abarca desde el límite de Chinatown hasta prácticamente Opera House, una superficie que por ejemplo multiplica por mucho el área que ocupa la fachada marítima barcelonesa dedicada al ocio.

El clima y la luz, al menos a finales de septiembre, mes en que visité Sidney, hacen el resto. En esa época el calor sureño y un cielo intensamente azul invitan a vivir Darling Harbour durante el día, y una temperatura suave y el ambiente bullicioso a disfrutarlo durante la noche, algo que es una verdadera rareza en los países anglosajones. Todo Darling Harbour hierve en un sinfín de terrazas de restaurantes y bares para todos los bolsillos y paladares, muelles de embarcaciones de recreo y turismo, museos, acuarios, centros comerciales...

Es domingo por la mañana, y cerca de la parada del monoraíl, no lejos del muelle del Museo Marítimo y justo enfrente del Acuario, un grupo folklórico portugués baila danzas de su país rodeados de curiosos, mientras a pie del pequeño escenario aguarda su turno un grupo marroquí y otros esperan su turno, en una muestra artística patrocinada por el Ayuntamiento de la ciudad. Unos paneles estratégicamente situados a lo largo de los muelles informan de que en octubre comienza una semana dedicada a la cultura española, y singularmente al flamenco. En un gran parque circular entre Chinatown y el pórtico de acceso a Darling Harbour la comunidad armenia en Australia celebra un fin de semana dedicado a su cultura de origen, con estands donde se prueba comida típica y pueden comprarse productos armenios de toda clase, mientras suena música tradicional y jóvenes con trajes del país se mueven alegres y bullangueros entre ciudadanos y forasteros. Sobre el césped que alfombra toda la plaza se lee un cartel que veré en otros parques y jardines de Sidney: "Por favor, pisen el césped".

Definitivamente, Darling Harbour es un espacio público único, nacido del cruce entre un urbanismo hijo directo del multicultural, abigarrado y divertido mundo mediterráneo, y la concepción cívica anglosajona clásica, en la que priman por encima de todas las cosas el orden, la limpieza y el culto a la autoridad. Un raro combinado, que por increíble que pueda parecer funciona a las mil maravillas; al menos, en Darling Harbour.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El mundo judío vuelve a la clandestinidad en Amsterdam


Cuando era adolescente, el diario que escribiera Ana Frank, la muchacha judía que junto con su familia vivió varios años ocultándose de los nazis en el trastero de una casa de Amsterdam, era un libro enormemente popular que, sin embargo, reconozco no haber leído. No sé por qué nunca cayó en mis manos, aunque siempre me emocionó la triste historia de Ana y sus compañeros, esa epopeya cotidiana que discurrió entre cuatro paredes. Una vivencia -como se decía por aquél entonces-, que de alguna manera encarna y resume los padecimientos de millones de seres humanos en aquella Europa sumergida en el horror nazi.

Muchos años más tarde nos enteramos de que también en España habían existido personas que tras el triunfo del franquismo en la mal llamada Guerra Civil vivieron escondidos, algunos durante décadas, en refugios similares al que habitó Ana Frank. Al cabo, el mal que la Peste Parda extendió sobre el Viejo Continente no conoció fronteras, y en España se prolongó nada menos que hasta 1975.

Por tanto, al llegar a Amsterdam me pareció ineludible que mi primera visita fuera al museo Ana Frank. Desde que comencé a planificar mi viaje de vuelta al mundo, consideré ésa visita como uno de los hitos principales del programa que me impuse. Así fue como una mañana lluviosa, recién llegado a la ciudad holandesa y antes de la hora en que se abre al público, ya estaba haciendo cola en la entrada de la casa-museo.

Una vez en el vestíbulo de acceso me dejó perplejo el despliegue de seguridad. No esperaba aquello: taquillas con cristales blindados, tipos fornidos revisando bolsos, escanner, arco detector...Ya sé que vivimos tiempos en los que la religión de la seguridad ha invadido hasta los aspectos más nimios de nuestra vida, al menos de la parte que desarrollamos en escenarios públicos, pero mi impresión primera fue que todo aquello resultaba excesivo y quizás incluso gratuito.

La casa de Anna Frank bunkerizada parecía una metáfora de algo que me costaba concretar. Enseguida recordé, sin embargo, cómo cerca de la entrada del museo, acodados de espaldas al canal cercano, cuatro o cinco mozalbetes holandeses observaban entre comentarios y risitas a las personas que formábamos la cola; su aspecto no difería de lo que la prensa española suele llamar pudorosamente "estética neonazi".

Un par de días después intenté visitar el Museo Histórico Judío, situado en el corazón del antiguo Barrio Judío (barrio, que no ghetto) de la ciudad. Tenía su dirección, contrastada en varias guías, así que llegué fácilmente hasta el edificio.... pero allá no había placa que identificara museo ni instalación pública alguna. La puerta permanecía cerrada, no había ningún rótulo con horarios de apertura o cualquier otra información, y en todo el exterior del caserón que supuestamente alberga el museo nada delataba su uso interno. Sólo un cartel fijado sobre la reja que cierra un espacio entre dos alas advertía con contundencia a los potenciales intrusos que allí hay dobermans sueltos.

Opté por marcharme, desilusionado. En una ciudad con la fama de abierta y tolerante que tiene Amsterdam, donde desde hace siglos los judíos han tenido la más plena libertad y gozado de la simpatía popular, la memoria judía parece haberse refugiado de repente en las catacumbas.

Y eso es una mala señal, una muy mala señal, para todos, judíos y no judíos: significa que el clima de intolerancia y racismo –el fascismo, en definitiva- han vuelto a Amsterdam, como en los días en que Ana Frank escribió su diario.

jueves, 29 de noviembre de 2007

La Manila vasca. Breve recorrido por el barrio de Intramuros


Publicado en Izaronews, 27-11-2007

Un turista no avisado que pasee por las calles de Intramuros, la vieja ciudad colonial amurallada que fue el epicentro de Manila y de toda Filipinas durante casi quinientos años, se sorprenderá al encontrar varias calles rotuladas con nombres de claras resonancias vascas.

A 12.000 km. de la población vasca más cercana, Legaspi st (sic), Urdaneta st. y Basco st. recuerdan desde sus placas de identificación el papel importante que muchos hijos de Euskalherria jugaron en la vida de la antigua colonia española. Marineros, frailes, soldados y comerciantes originarios del País Vasco se establecieron en estas tierras lejanas en época del Imperio, cuando se decía que Manila era la ciudad más hermosa y rica de Asia. Muchos de ellos quedaron aquí luego de la independencia filipina, y la guía telefónica local ofrece múltiples ejemplos de apellidos de origen vasco.

Ricardo Larrabeiti relaciona hasta 50 nombres de origen vasco en el callejero de Manila. En Intramuros en concreto, y sin ánimo exhaustivo, anoté los tres nombres a los que me refería antes, pero seguro que un repaso cuidadoso daría muchos más.

Legaspi st.:

Miguel de Legazpi, natural de Zumárraga, fue marino y descubridor destacado. Pasó por México, exploró el Pacífico, y fue el fundador de la ciudad de Manila y primer capitán general de Filipinas (mediados del siglo XVI).

Legaspi st. es una calle trasversal de Intramuros, perpendicular a la calles Real y Anda, nervios centrales de la vieja ciudad amurallada.

Urdaneta st.:

Fray Andrés de Urdaneta nació en Ordizia. Tras una estancia en México llegó a Filipinas, donde colaboró con Legazpi. Marinero y explorador además de fraile, el nombre de Urdaneta se asocia a la ruta seguida durante siglos por el “galeón de Manila”, el barco que una vez al año cubría la ruta entre la capital filipina y la ciudad mexicana de Acapulco.

Urdaneta st. se halla junto a la plaza San Luis. Entre diversos edificios de cierto empaque, en Urdaneta st. destaca un caserón bien restaurado que presenta unos ventanales bellamente enmarcados por maderas pintadas en blanco y gris, un conjunto de inequívoco sabor norteño que hace pensar en que probablemente fuera levantado por algún rico comerciante vasco.

Basco st.:

Basco st. es una callecita próxima a la iglesia de San Agustín, uno de los pocos edificios de Intramuros que conservan lienzos de pared originales y por tanto anteriores a la destrucción casi total de la ciudad durante el asalto norteamericano de 1945.

Por el extremo que da a San Agustín la calleja es prácticamente un barrizal sin urbanizar. En el otro extremo hay un puñado de casitas de una planta, reconvertidas en chabolas por el tiempo y la pobreza. Las personas que las habitan desconocen cúal puede ser el origen del nombre de su calle -que antes se llamaba “Basque” en inglés, y ahora “Basco” en tagalo-, y no saben a qué se refiere.

sábado, 24 de noviembre de 2007

La isla de Pascua en los albores del siglo XXI. Asimilación cultural, impacto de la globalización y renacimiento de una cultura única (y 2)


Aculturación, chilenización y globalización.

La aculturación entre los rapanui es muy fuerte, sobre todo en cuanto se refiere a la cultura material y a la vida cotidiana. La primera percepción por tanto que tiene el viajero es que la asimilación de los rapanui por la cultura estándar chilena es total, y que sólo algunos elementos de carácter folklórico conservan cierta especificidad diferenciada.

Es una percepción engañosa. Más allá de las danzas polinesias al gusto turístico y de la celebración anual de un festival de reivindicación rapanui, late entre los pascuenses aborígenes la conciencia de una identidad cultural diferenciada, que al carecer casi por completo de elementos vigentes en el presente ellos legitiman en un pasado al que idealizan y usan en función de sus reivindicaciones actuales. Un pasado mitificado que para los pascuenses además de ser fuente de orgullo individual y colectivo y lenitivo para la situación presente, es también ingrediente principal en la construcción de una identidad rapanui con clara proyección hacia el futuro.

La chilenización resulta pues un proceso forzado y contracorriente, claramente impulsado por las autoridades chilenas so capa de promover la "integración" de los isleños. Obviamente los principales agentes de esta política asimilacionista son los continentales establecidos en la isla, aunque al menos una parte de éstos termine por mezclarse con la población aborigen. Muchos mestizos se consideran más cercanos a la identidad isleña –entendida ésta en un sentido amplio, no estrictamente rapanui-, que a sus orígenes familiares en el continente.

El domingo 9 de septiembre de 2007, coincidiendo con mi estancia en la isla, se celebró un año más la conmemoración de la fecha en que Pascua fue anexionada por Chile. En esta ocasión los actos oficiales fueron presididos por la nueva Jefa del Estado chilena, Michelle Bachelet.

De hecho, desde algunos días antes la isla había comenzado ha engalanarse para el evento. Muchos automóviles circulaban por Hanga Roa luciendo dos banderitas chilenas en su parte delantera, cada una a un lado del morro del vehículo; algunos otros coches, muy pocos en realidad, circulaban llevando una banderita chilena y la propia de la isla de Pascua (una ballena doble de color rojo sobre fondo blanco), e incluso recuerdo haber visto uno o dos coches con sólo la banderita pascuense. Amén de los oficiales, algunos edificios privados lucían asimismo banderitas. En el exterior de un par de viviendas unas pancartas caseras saludaban a la presidenta Bachelet.

Ese domingo cerraron todos los negocios propiedad de chilenos, y algunas tiendas con dueño europeo; los comercios con propietario rapanui, en cambio, abrieron en su práctica totalidad. Un aparatoso buque de guerra de la Armada chilena montó guardia mar adentro, teniendo Hanga Roa a tiro de cañón.

La ceremonia pascuense del 9 de septiembre es la piedra angular simbólica de la política asimilacionista que el Estado chileno desarrolla en Pascua. Mediante ella se pretende mostrar lo supuestamente irreversible que es la chilenización de la isla, y cómo ésta es aceptada de buen grado por todos los habitantes de Rapa Nui. Es la ocasión pues para mostrar el alto grado de “integración” de mestizos y rapanui en los esquemas ideológicos chilenos. La utilización de los escolares como participantes activos en la ceremonia cívico-militar resulta, en ese sentido, paradigmática.

Y sin embargo, el tono crispadamente patriótico de los discursos políticos, la proliferación de los uniformes de gala por encima de las vestimentas civiles, y el fuerte despliegue de agresivos y nada disimulados policías secretas, hablan de una realidad muy diferente. Las autoridades chilenas saben que Pascua es una colonia, y al margen de la retórica que impregna sus discursos oficiales actúan en consecuencia.

Pero como no podía ser menos, y a pesar de los esfuerzos chilenos, la sociedad pascuense se halla en pleno proceso de globalización, y es ahí donde comienzan a naufragar las políticas asimilacionistas y restrictivas. Ni siquiera en un lugar tan remoto como Pascua es posible sustraerse a los efectos de la globalización, y ante ella caen pulverizadas todas las barreras; las primeras, las restricciones mentales. La modernidad y la postmodernidad han irrumpido casi a la vez en la isla de Pascua, y con ellas el turismo de masas (modestas masas todavía en cuanto a número, pero aún así ya perceptibles). Las mentalidades entran en contacto e intercambian información y puntos de vista. El mundo visto desde Pascua se ensancha, y ya no se limita a Chile.

Muchos rapanui, sobre todo jóvenes, se sienten discriminados en su propia tierra. Con razón o sin ella, se asegura que los mejores puestos de trabajo en la isla –sobre todo, los relacionados con el turismo- se reservan a los “contis”, marginando a los pascuenses rapanui y mestizos. Será cierto o no que existe esa discriminación, pero la idea está ya arraigada y se comenta sin tapujos ante el extranjero europeo.

Además, los rapanui son conscientes de que el turismo constituye una fuente de ingresos que por sí sola bastaría para sostener económicamente la isla, siempre que sus beneficios revirtieran exclusivamente sobre sus habitantes, cosa que ahora no sucede.

A la larga, esa suma de factores –el ensanchamiento del universo mental rapanui merced a la globalización, la conciencia de sentirse discriminados en su propia tierra y por extranjeros, y el tener al alcance de la mano un instrumento económico que haría viable un proyecto político-administrativo propio-, terminará por generar un movimiento político que pretenda dotar a Pascua de una voz propia en el mundo moderno. Más aún que la conciencia de una especificidad cultural, real aunque remota y desfigurada por el tiempo, lo que está lanzando el independentismo pascuense es la necesidad de construir un futuro para toda la comunidad.

Renacimiento o extinción.

Una conversación con un joven rapanui durante un atardecer en Tahai me dio algunas pistas sobre los sentimientos que estos aborígenes albergan en relación con el presente de su isla, y sobre el futuro que desean para ella. Tras dar algunas vueltas a temas colaterales diversos como el fútbol y trivialidades semejantes, me encontré de pronto que la conversación derivaba hacia el impacto del turismo en Pascua; ante mi queja del modo masivo e irresponsable en que residentes y turistas hacen uso de vehículos privados (automóviles, camionetas y motos, principalmente) en un territorio tan pequeño y limitado, el joven me replicó suavemente: “Pero esto es el progreso, ¿no es verdad? Al menos así nos lo explicaron”. Los dos sonreímos.

Es obvio que estos muchachos ya saben que el progreso no consiste en infestar Pascua de automóviles y motocicletas circulando arriba y abajo a todas horas. Y lo que es mucho más importante, empiezan a saber también que hay otra versión del progreso; una versión que además de ser más respetuosa con su propia cosmovisión y con el entorno natural, si se llevara a la práctica les facilitaría con seguridad una vida material mejor que la actual para ellos y para sus descendientes.

Por fortuna, entre los jóvenes rapanui y mestizos es palpable ya el interés por conjugar esa reivindicación de una personalidad cultural propia con una visión moderna y abierta del futuro de su comunidad. Precisamente la generación de rapanui más educada y por decirlo de algún modo, más “viajada” (aunque por ahora sea sólo a Chile), es la que está impulsando el interés por una cultura que hace apenas una década podía darse prácticamente por extinguida.

Sin embargo, éste es aún un esfuerzo minoritario y, como señalaba antes, con traducción todavía más cultural y etnográfica que social y política, que además deberá enfrentar más pronto o más tarde fuerzas contrarias muy poderosas y poco amigas de especificidades, aunque por ahora las autoridades chilenas dejen hacer e incluso potencien la vertiente folklórica de este modesto renacimiento rapanui.

No hay otras alternativas. Si este movimiento de recuperación se estancara y no lograra protagonizar los próximos años en Pascua, el único horizonte que se abrirá ante la cultura pascuense será su completa extinción y substitución por un pastiche mezcla de “chilenidad” y globalización, cuyas referencias más genuinamente pascuenses serán la famosa película de Kevin Costner y las danzas para turistas interpretadas por chicas con poca ropa.

La extinción completa y para siempre de una joya única como es la cultura de Rapa Nui, es un lujo que la Humanidad no debería permitirse. Algo habrá que hacer pues, también desde otras orillas.

martes, 20 de noviembre de 2007

La isla de Pascua en los albores del siglo XXI. Asimilación cultural, impacto de la globalización y renacimiento de una cultura única (1)



Un lugar de leyenda.

Rapa Nui (Isla Grande, en lengua polinesia) es un peñasco de forma triangular y 160 km. cuadrados de superficie que aflora en solitario, rodeado por la inmensidad del Océano Pacífico. Refiriéndose a la situación de la isla que constituye su hogar, los ancianos rapanui dicen con humor que en realidad no es que ellos vivan aislados, sino que el resto del mundo está lejos.

Y en cierto modo, es así. Situada a 2200 km. de la tierra más cercana, la isla Pitcairn, a 3.700 km. de la costa del continente americano y a 4.500 km. de Tahití, Rapa Nui ha constituido durante milenios un microcosmos cerrado sobre sí mismo y en cierto modo autosuficiente, tardíamente poblado y aún más tardíamente incorporado a eso que antes se llamaba “la civilización”.

Los polinesios desembarcaron en la isla y comenzaron a poblarla hacia el siglo VI de nuestra era. La llamaron en su lengua Te Pito o te Henua, es decir “El Ombligo del Mundo”. Cuenta la leyenda fundacional aborigen que los primeros hombres que pusieron pie en Rapa Nui fueron los Siete Exploradores enviados por el Ariki Hotu Matu'a, quien sería el primer rey conocido de la isla; sin embargo, va cobrando fuerza la hipótesis de que ésta seguramente ya estaba poblada entonces. ¿Por quién y desde cuándo? Aún no hay indicios claros que avalen esa suposición.

La conversión en colonia chilena.

El conocimiento de que existía Rapa Nui no llegó a Europa hasta el siglo XVIII. Fue el día de Pascua de 1722 cuando la isla fue avistada por vez primera por un europeo -un navegante holandés-, recibiendo por ese motivo el que hoy sigue siendo su nombre oficial, aunque también se la conozca por su antiguo nombre polinesio y algo menos, por el que le dieron los nativos pascuenses.

Convertida en puerto de escala en las navegaciones oceánicas del Pacífico, intereses peruanos y chilenos pugnaron por el control de la isla a lo largo del siglo XIX. En ese período sus habitantes vivieron los años más negros de su historia; la población autóctona estuvo a punto de desaparecer, víctima de los traficantes de esclavos y de las epidemias.

A finales del siglo XIX, Policarpo Toro, un aventurero chileno, logró forzar a los jefes rapanui a aceptar un tratado que en la práctica convertía a la isla en una colonia de Chile. Se arrebataba la posesión de la tierra a los isleños –si bien en su interpretación del tratado los rapanui afirman que en él se cedía “lo de arriba pero no lo de abajo”, es decir el terreno pero no el territorio- y se les convertía en extraños en su propia casa. Confinados tras una cerca de alambre espinoso que les separaba de las que habían sido sus tierras, ahora en manos de extranjeros, ni siquiera se les permitía a los nativos ir a Hanga Roa, el pequeño pueblo que ejerce como capital de la isla, y se les prohibía además salir de ésta.

La presencia en un territorio tan pequeño de la Armada de Chile y de otros elementos militares de ése país se hizo –y es todavía- asfixiante, además de injustificada. El supuesto temor chileno a una invasión de sus costas por otro país que usara la isla de Pascua como base de partida para el ataque, no es más que una excusa de geoestrategia decimonónica.

Sólo en 1966, tras un levantamiento aborigen duramente reprimido y una posterior y fuerte campaña de prensa en los medios de comunicación chilenos, se abolió el apartheid de hecho que imperaba en la isla y se les concedió a los rapanui la nacionalidad chilena. Hoy, la isla de Pascua forma parte de la provincia de Valparaíso, de la cual, como decía antes, dista 3.700 km.

Testimonios europeos del desastre.

La primera referencia de enjundia literaria sobre Pascua la dio el escritor Pierre Loti, quien visitó la isla en 1872 durante un viaje a bordo de una fragata de la Armada francesa en la que servía como guardiamarina.

A pesar de su juventud, Loti describió con maestría el estado de postración en el que vivían los nativos rapanui, así como el proceso de desaparición de sus referentes culturales. En aquella época ya nadie recordaba qué significaban los moais, las esculturas labradas en piedra volcánica, que yacían derribados por tierra desde hacía siglos. El culto substitutivo en honor del dios Make-Make había celebrado su última ceremonia del Hombre-Pájaro apenas cinco años antes de la visita de Loti.

Ya en el siglo XX, se estableció en la isla el misionero alemán Sebastián Englert. El sacerdote se apasionó pronto por la cultura rapanui, convirtiéndose en el primer y acaso el más importante estudioso que haya abordado su conocimiento desde la antropología cultural. Su trabajo de campo etnológico en Pascua sigue siendo hoy referencial para el conocimiento de esta cultura.

Englert no fue solo un entregado investigador. También dedicó una gran parte de su tiempo a la divulgación, publicando libros y dando conferencias sobre la cultura pascuense. Sin embargo, no parece que el padre Englert estuviera muy preocupado por las miserables condiciones materiales de vida en que vegetaban los aborígenes contemporáneos suyos, y tampoco por el dominio explotador que los propietarios chilenos ejercían sobre la isla y sus escasos recursos.

Apenas un año antes de que el cura Englert llegara a Pascua, Alfred Métraux y un pequeño grupo de investigadores residieron en la isla durante seis meses, dedicados a la sistematización de cuanta información oral sobre la cultura pascuense pudieron recoger sobre el terreno. Fruto de ese trabajo fue un libro menos conocido que las obras del capuchino alemán, pero no por ello menos importante: “La isla de Pascua”. En este volumen imprescindible se hace un repaso somero pero solvente de la historia, sociedad y cultura pascuenses, y en su prefacio se traza un breve y agudo retrato de la sociedad rapanui a mediados de los años treinta del pasado siglo; una sociedad a la que Métraux describe sumida en el abandono, la ignorancia y la explotación.

Población, sociedad y economía contemporáneas.

Se calcula que en Pascua residen de modo permanente unas 3.700 personas. En los últimos años se ha establecido en la isla un número importante de chilenos –los “continentales”, o “contis”-, que ocupan puestos de trabajo en el sector turístico y el pequeño comercio. Se trata de una inmigración que busca mejorar su estatus económico, aprovechando para ello las facilidades que el gobierno chileno otorga a los colonos y también el reciente despegue del turismo en este rincón del mundo (unos 50.000 visitantes al año).

Así Pascua se ha ido “blanqueando”, aunque subsista una importante población mestiza y una población rapanui mayor de la que reconocen las instancias gubernamentales y turísticas chilenas, para quienes los aborígenes de la isla sumarían escasamente medio centenar de individuos. Otras fuentes calculan la población rapanui en un millar de personas.

Algunos extranjeros de origen europeo han instalado prósperos negocios en la isla, todos relacionados con el turismo: la mayoría de los hoteles, restaurantes y tiendas de mayor categoría que funcionan en Hanga Roa son propiedad de europeos establecidos en la isla. Los chilenos por su parte acaparan casi todos los comercios que ofrecen precios asequibles para los residentes, en tanto los mestizos y los rapanui explotan algunos humildes pequeños negocios familiares, que en general son los que están más en consonancia con el ambiente y el espíritu tradicionales de la isla.

La presencia de los militares chilenos, especialmente de las instalaciones y el personal de su Marina, es omnipresente y destaca en un espacio tan reducido; tampoco es muy discreta la presencia de policías de paisano. Semejante despliegue parece tener que ver más con la arraigada mentalidad autoritaria chilena que con hipotéticos conflictos que pudieran originarse en una isla pequeña, habitada por gente amable y hospitalaria y a la que por razones obvias accede un número reducido de turistas. La seguridad en Pascua es absoluta.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Cuaderno de mi vuelta al mundo: 8 etapas, 8 restaurantes


Les dejo una selección de sitios donde comer dando una vuelta completa al mundo y haciendo escala en las ocho ciudades en las que siguiendo ese trayecto, recalé durante el pasado mes de septiembre.
Cada uno de los ocho restaurantes es por su carta y por sí mismo, un lugar emblemático que vale la pena conocer.


1. La fonda del refugio (Ciudad de México).

Situado en plena Zona Rosa –es decir, en el centro comercial y de negocios de la capital mexicana-, “La fonda del refugio” es un local estrella dentro de la reducida nómina de restaurantes capitalinos que ofrecen auténtica gastronomía mexicana. Su cocina recorre todas las especialidades del país, y tienen el detalle de ofrecer platos en los que la presencia de picante se adecua al gusto europeo.

El local se halla agradablemente decorado como si fuera realmente una fonda de pueblo mexicano. La amabilidad y profesionalidad de sus camareros puede parecer incluso sorprendente en estos tiempos que corren; déjese aconsejar por ellos, y cenará como un príncipe azteca.

Para acompañar, pida vino tinto de Baja California. Y tras el postre y para facilitar la digestión, nada como unos vasitos de tequila con limón y sal acompañados de “sangrita”.

2. Donde Augusto (Santiago de Chile).

El Mercado Central de Santiago se halla próximo al núcleo de calles peatonales y centros comerciales de la capital chilena, y ocupa un edificio de estructura metálica que recuerda a los mercados europeos del siglo XIX. Actualmente todo él está destinado a acoger restaurantes especializados en pescados y mariscos, el más célebre de los cuales es “Donde Augusto”.

En “Donde Augusto” sirven frutos del mar de calidad extraordinaria, preparación sencilla y precio más que razonable para el bolsillo europeo, en un concepto de local a medias entre la marisquería clásica y el bar de tapas español.

Acompañe la comida con cualquier vino blanco chileno bien frío; todos son excelentes.

3. La taverne du pecheur (Hanga Roa).

En el diminuto puerto de Hanga Roa, el pequeño poblado que ejerce como capital de la isla de Pascua, está “La taverne du pecheur”, un restaurante de pescado y frutos del mar sencillamente memorable. El local, pequeño y limpio, ocupa una auténtica cabaña de pescador, y está decorado con un sinfín de objetos marineros.

A la entrada del restaurante hay un rótulo en el que un simpático Obelix carga con un moai en vez del tradicional menhir, en lo que constituye toda una declaración de principios de su propietario, un francés amistoso y parlanchín con el que es un placer conversar. El hombre tiene además un parecido asombroso con el famoso personaje de las historietas de Goscinny y Uderzo.

Las materias primas usadas en su sopa de pescado, el pez “pissi” al horno y las langostas de medio kilo, entre otros deliciosos platos, son capturadas cada noche por los pescadores que amarran frente a este lugar atractivo y acogedor. Acompañe con vinos blancos chilenos. Después, con el café, pida una copita de Calvados, y ya tendrá para siempre un lugar en el corazón del propietario.

Eso sí, a la hora de encargar los platos tenga en cuenta que las raciones son mastodónticas, verdaderamente a la altura de la voracidad de un Obelix.

4. Le Rètro (Papeete).

“Le Rètro” es la terraza más célebre de Papeete, la capital de Tahití. El local, una mescolanza de cervecería, bistrot y cafetería, se abre sobre el puerto y el paseo marítimo de la pequeña ciudad capital de la Polinesia Francesa.

Al mediodía y al atardecer la terraza suele estar llena, pero dentro del local encontrará espacio suficiente y además podrá dar un vistazo a su decoración interior, que no desmerece de un bistrot del Quartier Latin parisino.

En “Le Rètro” ofrecen platos ligeros, y resulta muy aconsejable para tomar algo rápido por la noche. Pida alguna ensalada completa o sus pizzas de masa fina, y acompañe con la deliciosa y refrescante cerveza tahitiana Hinano.

5. Jordon’s (Sidney).

El restaurante “Jordon’s” se encuentra en Darling Harbour, la marina de Sidney, muy cerca del Museo Marítimo y casi enfrente, al otro lado del puerto, del Acuarium.

El local es moderno y luminoso, con cierto aire mediterráneo –como todo Darling Harbour, por otra parte-, y dispone de terraza abierta sobre el paseo marítimo que circunda el antiguo puerto.

En “Jordon’s” se come “sea food”, es decir, frutos del mar. En su carta se encuentra desde la pura cocina del Mediterráneo –mejillones al vapor, por ejemplo-, hasta aproximaciones muy logradas a la cocina oriental del mar; excelente su “sashimi”, y algo menor en nivel su pasta con “sea food”.

Acompañe con vinos australianos –el precio de los vinos europeos allí es prohibitivo-: son aceptables para el paladar europeo, aunque aún estén lejos de alcanzar un nivel competitivo con los caldos del Viejo Continente.

6. Harbour View (Manila).

En en el barrio La Luneta de Manila, a tiro de piedra de Rizal Park y de Ermita, hay media docena de restaurantes apiñados junto al mar. Uno de ellos, “Harbour View”, ocupa un antiguo pantalán que se introduce en el mar de la bahía de Manila, como un dedo frágil batido por los vientos y la lluvia durante la temporada húmeda.

“Harbour View” es un lugar austero, sin lujos decorativos y una carta más bien corta, pero donde se ofrecen productos del mar de mucho interés. Pruebe sus estupendos calamares rebozados, herencia española, y el magnífico Blue Merlin, lomo de pescado de la zona.

Para beber, cerveza San Miguel en versión filipina, una pilsen que dicen es la mejor cerveza del mundo y que, como mínimo, es equiparable a las grandes pilsen checas.

Precios muy asequibles para cualquier bolsillo, y personal discreto y rápido.

7. King’s-Lodge (Hong Kong).

En pleno corazón de Kowloon, en Chatam Road South, “King’s-Lodge” ofrece cocina tradicional china con un toque de modernidad. Vegetales, pescados y fideos combinan olores, sabores y texturas en una sinfonía a veces difícil para el paladar occidental.

Lo mejor de la experiencia de comer en “King’s-Lodge” es sin duda el descubrimiento de una cocina auténtica y milenaria, que nada tiene que ver con el adocenamiento de la restauración supuestamente china que se practica en Europa y América.

Sus platos aportan sorpresas que en ocasiones pueden dejarnos perplejos en cuanto a la variedad de ingredientes y a sus características individuales, pero el conjunto es siempre agradable y delicado. Para beber, agua, refrescos o cerveza San Miguel filipina.

8. Aneka Rasa (Amsterdam).

El restaurante Aneka Rasa de Amsterdam se anuncia como “auténtico restaurante indonesio”, una forma de diferenciarse de la multitud de restaurantes de cocina sucedánea de este país del Sudeste Asiático, cuya gastronomía al parecer encanta a los holandeses, sus antiguos colonizadores.

El caso es que realmente, Aneka Rasa ofrece platos de calidad y ceñidos a la realidad culinaria del recetario indonesio sin concesiones ni aggiornamientos, en un ambiente cuidadamente espacioso, minimalista y pulcro.

La cocina indonesia resulta variada, delicada y sabrosa. En ella son omnipresentes el arroz y las especias picantes, y se notan fuertes influencias de culturas gastronómicas próximas como la India, China y Malasia. Sopas, carnes y pescados constituyen la base de sus platos, todos recomendables.

Para beber, zumos de frutas, vino por copas o cerveza Oud Bruin de Heineken, una magnífica cerveza negra un punto dulce que fabrica la conocida marca holandesa líder de las cerveceras europeas.

jueves, 18 de octubre de 2007

Cuaderno de mi vuelta al mundo: el fiasco de la seguridad en los aeropuertos


Publicado originalmente en Izaronews, el 14-10-2007

Se dice que Mohamed Atta secuestró uno de los aviones del 11-S tras cortarle la garganta a una azafata con un cúter de tamaño no mayor que un pulgar, y que ése era todo el armamento que llevaban encima los secuestradores del aparato. Con aquella cuchilla paralizó de terror a la tripulación y el pasaje de un avión, dicen.

Se supone que desde entonces, es imposible subir a un avión en cualquier parte del mundo con un instrumento cortante encima. Mentira, yo llevo años haciéndolo. Y lo que es más impactante todavía, acabo de hacerlo dando la vuelta al mundo.

Desde hace unos 15 años tengo unas gafas de sol de cierta marca norteamericana muy conocida. Con ellas he hecho viajes en avión por países de todo el mundo, pasando fronteras y controles en aeropuertos de al menos una treintena de países (entre los que no se incluyen EEUU ni el Reino Unido, donde ni he puesto los pies ni pienso hacerlo por ahora).

Cuando compré las gafas, me suministraron con ellas una funda. Pasaron los años, y las bandas colocadas a modo de cierre en uno de los extremos de la funda se fueron desgarrando poco a poco hasta abrirse del todo. Cuando el material plástico flexible acabó de desgarrarse, mi sorpresa fue de órdago al hurgar dentro: del interior de cada una de las bandas extraje dos piezas metálicas cortadas de unos 9 cm. de largo cada una, un poco más de 1 cm. de ancho, y los bordes cortantes aunque no afilados; en total, cuatro trozos de una de esas cintas métricas metálicas que, cuando están enteras, se enrollan dentro de una carcasa.

Desde el día en que me di cuenta de esa circunstancia, y dado que sigo usando esas gafas y la funda cumple su papel, he seguido viajando en avión llevándolas encima, sin haber tenido nunca el menor problema al pasar controles. En ocasiones las llevo en el bolsillo de la camisa, otras en el de una chaqueta, y la mayoría de las veces en un bolsillo lateral exterior de una pequeña mochila de trekking que me acompaña en todos mis viajes desde hace al menos una década y que nunca facturo, llevándola siempre conmigo como equipaje de cabina. Así, hay ocasiones en que las gafas y su funda pasan los controles de seguridad dentro de la bandeja donde te hacen poner los objetos como carteras, llaves, monedas, etc, y otras –la mayoría, como decía antes- tan pimpantes en el bolsillito exterior de la mochila, que lógicamente es pasada por el scanner y observada por el operador correspondiente. Jamás nadie ha reparado en la funda desgarrada en su extremo, ni por supuesto en las cuatro navajas de 9 cm. cada una que aloja.

El ejemplo más brutal de hasta dónde llega la inanidad de las supuestas medidas de seguridad aplicadas en los controles aeroportuarios, lo acabo de vivir recientemente. Entre el 3 de septiembre y el 3 de octubre pasados tomé un total de 11 vuelos de 4 compañías aéreas diferentes, atravesando los controles de seguridad de 10 aeropuertos (Barcelona, Madrid, Ciudad de México, Santiago de Chile, Isla de Pascua, Papeete, Sydney, Manila, Hong Kong y Ámsterdam), pertenecientes a 8 países (España, México, Chile, Polinesia Francesa, Australia, Filipinas, China y Holanda).

En todos estos lugares las medidas de seguridad son supuestamente tan extremas, que, como ocurre en el aeropuerto de Sydney, superar los sucesivos controles le cuesta horas al atribulado viajero. En Manila te obligan incluso a descalzarte… aunque a nadie se le ocurre mirar qué hay dentro de tus zapatos.

En Manila y Hong Kong sendas funcionarias policiales abrieron una cremallera superior de mi mochila. En el primer caso una mujer policía se contentó con palpar con la punta dedos una cámara fotográfica, y en el segundo su colega china ni se molestó en dar una ojeada dentro: abrió y cerró la mochila como quien abre y cierra la puerta de un frigorífico, mientras seguía charlando con una compañera. A nadie se le ocurrió ni tocar los costados de la mochila, ni por supuesto abrir la cremallera del bolsillo que alojaba la funda y las gafas de sol.

¿Cuántas fundas de gafas debe haber como las mías? Probablemente millones. ¿Cuántos de sus propietarios suben con ellas a un avión cada día?.

En suma, ¿de qué hablan entonces cuando se refieren a seguridad en los aeropuertos?

lunes, 8 de octubre de 2007

Mi vuelta al mundo en 30 días


Durante algunos años fui madurando un proyecto de viaje de vuelta al mundo que, por fin, ejecuté este pasado mes de septiembre.

El viaje duró 31 días (en realidad 30, debido a haber atravesado la línea de cambio de fecha en sentido Este a Oeste, perdiendo así un día entero), del 3 de septiembre al 4 de octubre, y ha tenido las siguientes etapas: Ciudad de México, Santiago de Chile, Isla de Pascua, Tahití (Polinesia Francesa), Sidney (Australia), Manila (Filipinas), Hong Kong y Amsterdam (Holanda).

En total, más de 50.000 km recorridos, 11 vuelos de avión tomados y estancias en 8 hoteles diferentes.

La etapa más emotiva del viaje fue sin duda la estancia en Manila, al haber podido conocer y recorrer los escenarios que conoció y recorrió en su día, hace 110 años, mi bisabuelo Donato Navarro Mairal durante el tiempo en que sirvió como soldado colonial en la guerra de Filipinas.

La imagen que acompaña este post es una foto tomada desde la ventana de mi habitación en el Hotel Manila. En ella se aprecia un trozo de la muralla que protegía Intramuros, la ciudad colonial. La zona verde al pie de la muralla es un campo de golf, que actualmente ocupa los terrenos sobre los que se levantaron barracones militares ocupados por soldados españoles en 1898.

A lo largo del viaje he reunido unas 500 fotografías, y gran cantidad de apuntes en papel así como notas mentales. Poco a poco daré forma a este material, e iré presentando algunas cosas aquí en forma de artículos breves. Más que una relación detallada del viaje, pienso escribir reflexiones sobre aspectos concretos que me han llamado la atención y que creo merecen la pena ser desarrollados. En lo que hace a las fotografías, cuando tenga la selección definitiva abriré un fotoblog con enlace de acceso desde Aventura en la Tierra.

Espero que con el tiempo de todo esto surgirán dos libros, uno sobre la experiencia que para mí ha supuesto este viaje y el otro sobre Donato Navarro Mairal y su aventura en Filipinas.