Del Cuaderno de mi primera vuelta al mundo.
La fachada principal del Palacio de la Moneda se abre ante una plaza rectangular y dura, la Plaza de la Constitución, rodeada por altos y grisáceos edificios oficiales. En el lado que uno encuentra viniendo desde Morandé hay un pedestal con una estatua de Salvador Allende Gossens, presidente de Chile asesinado en el golpe de Estado militar de 1973. La estatua es tan fea como el entorno urbano en el que se encuentra, y tiene un aire postizo y de mal encaje, como si la hubieran dejado allí de modo provisional.
Los edificios ministeriales que le sirven de telón de fondo recuerdan con toda exactitud la arquitectura oficial franquista de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Paredes lisas, sin ninguna clase de concesiones ni adornos, y una multitud de ventanas a modo de celdillas burocráticas. Sin embargo, desde algunas de esas ventanas, media docena de funcionarios mal armados detuvieron durante horas el asalto del ejército golpista al cercano palacio presidencial en aquél lejano 11 de septiembre; sólo cuando los asesinos uniformados colocaron un grupo de prisioneros tendidos en el suelo ante las orugas de un tanque y amenazaron con aplastarlos, aquellos valientes cesaron de disparar y abandonaron la posición.
Hoy no hay mucha gente en la plaza, y la mayoría de quienes circulan por ella visten uniforme y pasan de largo, como si el remozado palacio les trajera sin cuidado, quizá porque que ya lo tienen muy visto. Yo es la primera que estoy en Santiago, así que me quedo mirándolo desde todos los ángulos y haciéndole fotos sin parar. Hay carabineros imponentes un poco por todas partes; no falta mucho para el 11 de Septiembre de 2007, y debe preservarse el orden público.
Entro en el palacio por la puerta principal. El edificio es alargado y bajo, con cuatro cuerpos unidos en ángulo, articulados en torno a un gran patio. Algunas esculturas e instalaciones artísticas de tipo muy moderno –arte contemporáneo- están diseminadas como al azar por toda la amplia explanada interior; el efecto buscado es, obviamente, rebajar la tensión que transmite al visitante la carga histórica y emocional del espacio . El arte moderno aquí presente, banal y colorista, intenta transferir al conjunto arquitectónico un aire de alegría trivial. Obviamente no lo consigue, y el efecto final es desconcertante.
Veo carteles que avisan de que está prohibido subir las escaleras que conducen al primer piso. Con toda inocencia pienso que alguna parte del palacio se podrá visitar, así que tomo hacia la izquierda del patio, donde he visto un portón abierto. Entro en un vestíbulo desnudo, y como no veo ningún cartel que prohíba el paso, tomo una escalera amplia que desciende hacia el subterráneo. Abajo hay una planta amplia, con paneles de separación conformando pasillos y despachos. A mi derecha, una màquina de refrescos ostenta un cartelito en el que se avisa de que quien manda ahí no se hace cargo de su posible mal funcionamiento. ¿Qué diablos es éste sitio?.
Unas voces a mi espalda me obligan a girarme, e inmediatamente veo venir hacia mí a un carabinero enorme, con su uniforme ajustado, sus correajes de cuero y sus botas de montar relucientes. Autoritario pero contenido, me informa de que yo no puedo estar allí. Murmuro una disculpa y echo a andar tras él escaleras arriba hasta salir al patio, donde me abandona sin siquiera volver la cabeza para mirarme. Debo ser tan poca cosa a sus ojos, que en nuestro breve paseo ni se ha dignado controlarme de cerca. Por el camino ensayo mentalmente varias explicaciones acerca de la naturaleza de aquél lugar subterráneo, ninguna de ellas tranquilizadora.
Los escasos visitantes son animados por los carabineros a circular en el menor tiempo posible entre la entrada principal y la salida situada enfrente, al otro lado del patio.
Me voy de la Moneda con la idea de que Allende está muerto con toda seguridad, pero con muchas dudas acerca de que Pinochet lo esté realmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario