De unos años a esta parte el fenómeno de la prostitución se ha convertido en excusa para un pseudodebate cívico-político cargado de trampas, algunas francamente farisaicas.
Cierto progresismo mojigato suele aducir que la prostitución es una lacra social –algo hemos avanzado en eso: antes se consideraba un "problema moral"-, que hay que combatir a golpe de ley e intervención policial, sacando de la calle a las pobres mujeres obligadas a prostituirse y castigando severamente a los hombres que se aprovechan de ellas. Últimamente se pone mucho el acento en la identificación y sanción de los clientes, al modo en que no hace tantos años se perseguía al drogadicto callejero en tanto el narcotraficante al por mayor campaba tan tranquilo en la vida económica y social del país (de éste y de cualquier otro), tal y como ocurre con los verdaderos responsables de las mafias dedicadas a los grandes negocios ilegales o paralegales.
Desde esa óptica pseudoprogresista tampoco se reconoce a las prostitutas su condición de personas que venden su fuerza de trabajo como cualquier otra trabajadora, y que por tanto merecen un trato sociolaboral similar al que sus compañeras han ido consiguiendo en fábricas y oficinas. La prostituta es vista simplemente como sujeto de redención, nunca como persona activa cuya vida laboral debe normalizarse en igualdad de condiciones y derechos con el resto de los trabajadores sea cual sea su sexo y actividad.
A nadie se le escapa que el enorme negocio de la prostitución reside precisamente, como decía antes, y al igual que en el caso de las drogas, en esa condición de ilegalidad y clandestinidad en la que debe desarrollarse. La única forma de acabar con las mafias es precisamente la legalización de esas actividades y su normalización social en el marco legislativo laboral y sanitario adecuado; pero naturalmente eso acabaría con los enormes beneficios que genera la actividad clandestina, y eso no interesa a los grandes propietarios del negocio y tampoco a los lobbys que lo sostienen. En este asunto también la oferta y la demanda imponen su ley: la del máximo beneficio posible. Como se ve, una pura lección de "economía de mercado" aplicada.
En suma, la prostitución no es una cuestión de "moral pública" sino un problema social y económico con hondas raíces. Las normativas que se están aprobando contra ella ya no pretenden erradicarla –algo que sus autores saben imposible sino se quiere atacar las raíces del problema-, sino hacerla "invisible", sacarla de las calles y de los medios, hurtarla en definitiva al conocimiento público. Si yo fuera un proxeneta callejero, por ejemplo, estaría muy enfadado con la Ordenanza de Civismo implantada en Barcelona, pero si fuera un gran traficante de carne humana estaría feliz, pues la invisibilidad y el silencio hacen crecer los beneficios de modo exponencial.
Al parecer pues, la hipocresía burguesa teñida de progresismo está ganado la batalla. Ya no se pretende como antaño reprimir el "vicio", sino hacer desaparecer su exhibición pública. Lamentablemente, en el trasfondo de todas las normativas represoras que la mayoría de administraciones proponen o van elaborando, sigue latiendo más o menos disfrazada la posición conservadora tradicional sobre el tema.
1 comentario:
Por la legalización del consumo de drogas, por la legalización y normalización de la prostitución y por el fin de la hipocresía, AMEN a tu escrito.
Saludos
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