Cuando estudiaba Ciencias de la Información, a mediados de los años setenta, comenzaba a conocerse en España la obra del canadiense Marshall McLuhan, autor de una de las más célebres "boutades" en materia de comunicación al afirmar primero que "el medio es el mensaje", y posteriormente matizar desde la autoironía que "el medio es el masaje".
Con estas frases pegadoras aludía MacLuhan directamente al papel de los medios de comunicación de masas como elementos conformadores de la opinión pública, y sobre todo a los modos en que ejercen ese papel. Por aquellos años el mundo intelectual de izquierdas andaba muy preocupado con la influencia alienante que supuestamente ejercía la televisión en las masas; intelectuales europeos, suramericanos y algunos pensadores estadounidenses atribuían su control estricto a intereses imperiales (estadounidenses, claro; por aquél entonces la intelectualidad de izquierdas ni se planteaba que los soviéticos pudieran tener simétricas intenciones manipuladoras).
Pronto algunos avispados se dieron cuenta de que la capacidad de masaje de la televisión trascendía con mucho el ámbito de lo político. Así, la publicidad, un elemento que fue secundario durante los primeros años del fenómeno televisivo, ha pasado a convertirse en su verdadera razón de ser. La manipulación de las mentes ya no se producía de modo exclusivo desde el discurso político, sino sobre todo desde el "discurso social" que impregna la verdadera programación televisiva de hoy, que es la conformada por los espacios destinados a la publicidad en tanto películas, informativos, concursos, documentales, etc, quedan arrinconados a la condición de "ganchos" que mantienen la atención de la audiencia entre dos bloques publicitarios; de hecho, desde finales de los años noventa muchos programas televisivos (significativamente las teleseries de ámbito familiar, pero también los informativos más aparentemente serios) han comenzado a integrar publicidad en su propio desarrollo, como parte de lo que el telespectador ve y oye mientras se desarrolla la trama argumental o, en el caso de las noticias, se pasa de un bloque informativo a otro.
En esos mismos años setenta a los que aludía al principio como el momento en que llegó a nosotros la observación mcluhiana sobre los medios, el comunicólogo italiano Umberto Eco puso en circulación otra frase cañonazo: "El público hace daño a la televisión". Según Eco la televisión se limita a dar lo que le piden unas masas ignorantes y alienadas, que buscan en los medios confirmaciones y seguridades. "Sabemos lo que te gusta", dice un anuncio reciente de McDonald’s; se supone que el público reclama basura, y que los medios en general y particularmente la televisión se limitan a hacer negocio complaciéndole. En ese sentido, los cínicos suelen aducir que si la gente no viera telebasura, por ejemplo, se acabarían de inmediato esos programas vergonzosos, pues es sabido que los resultados de audiencia mandan por encima de cualquier otro concepto; olvidan que el proceso de intoxicación al que la televisión somete a sus audiencias genera en ellas tal grado de embrutecimiento, que como el yonki atrapado en la droga dura acaban por necesitar su dosis diaria para seguir adelante.
Estaríamos en suma ante un dilema intelectual semejante a la famosa disyuntiva a la que se enfrentaron los ilustrados del siglo XVIII, cuando unos afirmaban que el hombre nacía bueno y era la sociedad quien le pervertía, y los otros decían que el hombre nacía malo y era gracias a la sociedad que contenía sus instintos. El debate estaría ahora entre quienes creen que la televisión ya nació idiotizadora de masas y simplemente ha ido perfeccionando su rol, y aquellos que piensan que son las masas previamente idiotizadas quienes han moldeado la televisión a su gusto. Hay que convenir, en todo caso, que en cualquiera de las dos posibilidades el papel de la televisión en la sociedad contemporánea resulta realmente siniestro y nefasto.
Obviamente, la canalización del mensaje político ha ido acomodándose a los modos del masaje televisivo, aunque no sin ciertas resistencias formales. Del clásico busto parlante que monologaba mirando a la cámara y tratando de infundir confianza, se ha pasado en pocos años al político que de pie, al borde del escenario, "próximo" por tanto a la gente, responde a preguntas del público sobre asuntos tan diversos como la lucha contra el terrorismo o el precio de un café. Se trata de dar la sensación de que los políticos en sus apariciones televisivas integran al ciudadano y a sus preocupaciones; en los mitines televisados por, ejemplo, el público ya no se sitúa frente al político orador sino que literalmente le envuelve, situándose también a sus espaldas e incluso a sus costados. El político es arropado por los ciudadanos, que en los actos políticos destinados a ser difundidos por televisión son, sobre todo los que han sido colocados a su espalda –y por tanto frente a la cámara- jóvenes de buena presencia y aspecto variado -incluidos algunos miembros de minorías-, portadores todos de signos que les identifican con el orador y líder (camisetas, chapas, banderas).
Cuando el hecho comunicacional se produce en un plató televisivo, estos microcosmos son seleccionados con criterios que se quieren representativos de conjuntos sociales amplios (y en ocasiones, de toda la sociedad). Y no se limitan a actuar como comparsas pasivos del acto, sino que ellos mismos se constituyen en parte del masaje televisivo en la medida en que expresan sus opiniones y preocupaciones a través de preguntas que ocasionalmente se les da opción a formular, y que supuestamente representan el "sentir popular". Este tipo de formato, nacido en EEUU y pasado por Francia, en España se empezó a usar, curiosamente, antes en programas deportivos que en políticos; es ahora cuando ha irrumpido con fuerza, ante el agotamiento de las fórmulas tradicionales que, como en el caso de los debates entre candidatos, hace tiempo han dejado de interesar a los políticos.
No es extraño por tanto que no existan diferencias de fondo en el modo en que se preparan y realizan los castings, siempre a cargo de productoras privadas. Tanto si se selecciona a los concursantes de un programa como "Gran Hermano" como si se escoje a las personas que participarán en el recién estrenado formato político "Tengo una pregunta para usted", los criterios básicos son coincidentes y responden a unos patrones preestablecidos semejantes.
Tampoco es raro que durante su intervención en este nuevo programa, el presidente Rodríguez Zapatero se dirigiera más o menos inconscientemente a sus preguntantes como si fueran "diputados" que representaran al conjunto de la sociedad (de hecho, la escenografía estaba construida con esa intención), ni que el tono y el contenido de sus respuestas semejara enormemente a las que se producen en cualquier debate parlamentario, según ha hecho notar posteriomente la prensa al analizar su intervención. En "Tengo una pregunta para usted" todo está pensando para que los telespectadores crean estar asistiendo a una sesión parlamentaria en la que, por una vez, quienes preguntan y controlan a los políticos son los propios ciudadanos. Pura ficción televisiva, obviamente.
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