El viernes pasado asistí a una interesante jornada sobre la implementación de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) en la Administración Pública.
Las expectativas que allí se mostraron en orden a revolucionar la relación entre Administración y administrados, resultan simplemente deslumbrantes. Al parecer la vieja maquinaria burocrática admnistrativa tiene los días contados, y los procesos electrónicos van a abrir -están abriendo ya, de hecho- una nueva era también en este campo, que estará presidida por la simplificación, la agilidad y la eficiencia.
Se acabaron pues las covachuelas y el funcionario con visera y manguitos, las montañas de expedientes en papel y las copias por triplicado compulsadas y firmadas a mano. Pero no es sólo eso. Una terminal tipo teléfono móvil un poco más evolucionada bastará no ya para canalizar la relación burocrática entre ciudadano y aparato administrativo, sino sobre todo para que aquél -el ciudadano- pueda manifestarse, aportar e influir en el gobierno de su colectividad desde el nivel local al estatal. De la relación vertical (jerarquizante) vamos pues a pasar en breve a la horizontal (democratizadora); las plataformas relacionales en la Red son la nueva forma que llega de organización y participación ciudadana.
No se trata de hipótesis especulativas o de sueños delirantes. Sencillamente, tenemos ya disponible cuanto necesitamos para llevar a cabo la mayor transformación en materia administrativa desde la creación del Código de Hammurabi. Y los ensayos hasta el momento son muy positivos.
Sólo hay un pero. Ocurre que todos estos procesos se crean y desarrollan de modo exclusivo con tecnología y logística fabricada, comercializada y mantenida por empresas privadas, que convierten así al sector público en esclavo de sus suministros y, más importante, de sus estrategias. Ahora bien, por definición la Administración Pública justifica su existencia en la prestación de servicios públicos cuyo objeto es beneficiar a la colectividad administrada de modo no discriminatorio, en tanto las empresas privadas se caracterizan por la búsqueda exclusiva del beneficio empresarial. La contradicción es flagrante. El control en régimen monopolístico de ciertas empresas privadas sobre la tecnología que usa el sector público ya ha provocado graves conflictos de intereses, como la batalla legal llevada a cabo por la Administración Clinton contra Microsoft en los años noventa a cuenta de los códigos-fuente del software usado en las dependencias gubernamentales, y la que actualmente se viene desarrollando entre la Unión Europea y esa misma empresa norteamericana por sus descaradas prácticas monopolísticas.
En un momento en el que las grandes corporaciones empresariales han conseguido el control político sobre el gobierno de los EEUU (ver las aportaciones al respecto de John K. Galbraith), las perspectivas de que determinadas empresas logren asimismo el control sobre la maquinaria administrativa y sus procesos resulta altamente inquietante. Lo que está en peligro en estos momentos nos es sólo la salvaguarda del derecho a la intimidad y a la protección de datos de cada ciudadano, sino algo quizá mucho más importante aún: la propia relación entre Administración y administrado, que en breve podría pasar a ser directamente vicaria de intereses económicos privados.
Urge pues que los legisladores -a menudo más preocupados por restringir las libertades en Internet que por proteger derechos-, comiencen a contemplar la protección del ciudadano antes de que sea demasiado tarde y nos conviertan, por fin, a todos, Administración y ciudadanos, en "cliente cautivos" del sector privado.
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