domingo, 25 de marzo de 2007

50 años de construcción europea


El 50 aniversario de la firma del Tratado de Roma, el documento que puso los cimientos de lo que primero se llamó Mercado Común europeo y hoy es la Unión Europea (UE), encuentra al proyecto inaugurado entonces inmerso en una grave crisis que amenaza con liquidarlo.

En 50 años Europa ha sido capaz de avanzar de modo importante en la integración económica y también ha dado pasos significativos en la integración social y cultural, pero se ha mostrado incapaz de progresar debidamente en el ámbito político. Escarmentados por siglos de guerras intestinas entre las docenas de países que conviven o coexisten en el relativamente reducido espacio continental europeo -sobre todo, por las consecuencias de las dos guerras mundiales libradas en el siglo XX, iniciadas ambas en el suelo del Viejo Continente-, los europeos creen en la necesidad de colaboración entre ellos si ésta tiene resultados positivos en la pacificación general y en la mejora de su calidad de vida, pero no están muy convencidos de que deban someter sus peculiaridades político-jurídicas nacionales a un ente superior unitario por muy federal que sea.

El fracaso al que se arriesga el proceso de integración política europea tiene su plasmación gráfica en la incapacidad de sacar adelante de modo consensuado una Constitución que dote a la UE de un perfil jurídico propio en el seno de la comunidad internacional. Las rencillas, los egoísmos y el cálculo político pedrestre han embarrancado el texto constitucional, y en realidad nadie parece tener mucha prisa en desatascarlo. Mientras, el tiempo corre, y los enemigos se arman. Ya en los años 90 las garras del Imperio se aposentaron sobre amplios pedazos del suelo europeo: la mayoría de los Estados surgidos en Europa central y del Este tras el hundimiento de la Unión Soviética (1989), son hoy Estados-clientes cuando no directamente vasallos de los EEUU, en algún caso tras guerras brutales como la que destrozó la antigua Yugoslavia.

Tal vez por ello la Europa de los 15 aceleró la entrada en la UE de una docena de Estados que bajo ningún concepto estaban preparados para incorporarse al proyecto europeo, pensando que la capacidad económica de la Unión podría absorber la ampliación sin problemas pero obviando las realidades políticas de países que como Polonia, Eslovaquia o Rumania, son hoy dictaduras fascistoides dirigidas desde las sedes de las respectivas embajadas norteamericanas en sus capitales. De todos esos países recién ingresados sólo la zona griega de Chipre, la República Checa y Hungría cumplen unos mínimos exigibles tanto en materia económica como política. La incorporación del resto ha supuesto simplemente cargar con rémoras económicas y meter al enemigo en casa en materia política y de legislación de derechos, como está demostrando el caso polaco con su depuración de cientos de miles de personas supuestamente vinculadas al regimen anterior, su persecución de homosexuales y todo tipo de minorías y la imposición desde el poder de una ideología rabiosamente nacionalista y clerical de claro corte fascista.

Para España, que junto con Portugal fue admitida en la UE en 1986, estos 20 años han significado la mayor transformación llevada a cabo en su historia en todos los campos, comenzando evidentemente por el económico. El salto adelante dado por el país no tiene precedentes, pero más allá de la compacta euforia oficial y de cierto euroescepticismo snob en algunos sectores populares, hay cifras que pintan un panorama un tanto distinto y no por poco conocido menos real: resulta que mientras el PIB español probablemente alcanzará al alemán en el próximo quinquenio, la renta per cápita española sigue en la cola de los 15 y sólo por encima de Grecia, Portugal y los 12 recién llegados. Esa disonancia tiene una traducción directa: los ricos en España son cada día más ricos en tanto las clases medias y populares simplemente no participan del banquete. La redistribución de los beneficios de tan singular crecimiento económico es pues, inexistente.

No es extraño entonces que muchos españoles aún siendo conscientes de cuanto la integración en la UE ha aportado al país no vean el futuro de la Unión con mucho optimismo, y que en general sea creciente el número de ellos que se desentienden del proceso. Y sin embargo, fuera de la UE cada día que pasa hace más frío, así que contribuir a su desaparición o al menos a su estancamiento -como hacen nuestros "conservadores" euroescépticos y pronorteamericanos- representa más que una prueba de estupidez política, una insensata inclinación al suicidio.

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