El triunfo inapelable durante la pasada cumbre europea de Gran Bretaña y Polonia -los dos principales peones del Imperio en el Viejo Continente-, al conseguir sabotear de raíz el intento de la presidencia alemana por sacar de vía muerta el proceso de construcción política de Europa, ilustra a la perfección acerca del alineamiento de fuerzas en presencia, de su correlación entre ellas y sobre todo, de las diferentes capacidades y voluntad de obrar que tienen unos y otros.
Tras la canciller Angela Merkel se han alineado Sarkozy, Zapatero y Prodi, resucitando aparentemente el famoso eje franco-alemán reforzado para la ocasión con los presidentes español e italiano. Nada más falso, en realidad. La señora Merkel es hoy por hoy una presidenta de turno ambigua para una Unión Europea (UE) débil, en tanto el recién elegido presidente francés mira más a Washington que a Bruselas; Zapatero sigue haciendo gala de un europeísmo de antes de todas las crisis europeas, y Prodi bastante tiene con atender el polvorín siempre a punto de estallar que es la política italiana cotidiana.
Frente a ellos, frente a ese grupo de europeístas más o menos convencidos, el Imperio ha alineado a su caballo de Troya de siempre (Gran Bretaña) y a sus nuevos sayones infiltrados en la UE (Polonia y la ristra interminable de republiquetas de la Europa central y del este). La batalla la han ganado los imperiales casi por incomparecencia de sus adversarios.
La sensación que tenemos quienes a pesar de todo seguimos creyendo en el proyecto europeo es de que nos han robado la cartera, y lo que es más importante, nos han pisoteado una vez más las ilusiones.
Tony Blair y los Gemelos Malignos polacos han conseguido hacer renunciar a la UE a cualquier veleidad de tener una Constitución propia, es decir, a poner negro sobre blanco una carta de derechos y deberes que confiriera estatus de ciudadanos europeos a quienes hoy lo siguen siendo exclusivamente de un batiburrillo abigarrado de Estados de todos los tamaños y colores. Sin esa Constitución es imposible avanzar y hacer irreversible el proceso de convergencia de esa fronda de Estados en una sola entidad política supraestatal de dimensión y alcance europeo.
Es de justicia reconocer que en ese empeño los mamporreros imperiales no han estado solos: la estupidez de cierta izquierda que se pretende antisistema pero que siempre acaba facilitándole el trabajo al sistema, permitió justificar de cara a la galería la liquidación del proyecto de Constitución europea. Bastaron para ello dos referéndums (el francés y el holandés) y algunas manifestaciones "altermundialistas" en ciertas capitales europeas, todo ello bajo la sonrisa de satisfacción (¿y quizá la coordinación general de la puesta en escena?) del Departamento de Estado norteamericano.
Porque para los norteamericanos, abortar una Constitución Europea que diera entidad política real a la UE era lo mismo que reventar la credibilidad del proyecto Airbus: una necesidad de supervivencia, política en un caso y económica en el otro.
Hoy tenemos de nuevo dos Europas en una Unión imposible de 27 miembros, la mitad de los cuales al menos tienen el mandato imperial de hacerla explotar desde dentro. "Aportaciones" a la construcción de Europa como la persecución de los homosexuales, la prohibición del aborto y el reconocimiento explícito de la Iglesia católica como guía ideológico de un proyecto europeo sólo para blancos cristianos, no son sólo disparates propios de los rectores de ese régimen clerico-fascistoide que gobierna Polonia desde la caída del comunismo; constituyen referentes ideológicos reales también para los democristianos alemanes de la Merkel, los neocon franceses de Sarkozy e incluso para una parte del "centroizquierda" italiano demasiado ligado a su pasado clerical y derechista.
La soledad del proyecto europeísta de Zapatero en ese contexto es palpable.
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