Anoche estuve cenando con M. Mi amigo M es un judío argentino que reside en Barcelona desde hace cuatro años, y que antes de llegar aquí ha vivido en Buenos Aires, Nueva York y Londres. El hombre trabaja en algo que no acabo de entender del todo en qué consiste, pero que al parecer auna informática punta y economía empresarial; es decir, el maridaje perfecto entre el mundo de los negocios y las nuevas tecnologías. Y Barcelona es supuestamente el lugar perfecto para esos maridajes. O eso nos han vendido a todos.
Porque resulta que M me decía anoche que cuando llegue septiembre quizá se vaya de Barcelona. Al parecer siente que aquí ya ha tocado techo; dice que ha llegado al convencimiento de que en mi ciudad no tiene posibilidades de ir más allá profesionalmente, y que por tanto necesita cambiar de aires para seguir creciendo en lo suyo. Aquí ya sólo pueden darle trabajo un par de instituciones financieras, y él no quiere estancarse ni verse limitado en sus posibilidades y menos convertirse en un empleado de una caja de ahorros. Me dice también que conoce a otros extranjeros profesionales de nivel similar al suyo que vinieron a Barcelona y que como él, al cabo de tres o cuatro años de residir entre nosotros se plantean irse porque ya no pueden crecer más en sus respectivas profesiones.
Así que la ciudad de los prodigios, la innovadora, la que teóricamente se había situado en la vanguardia de la implementación de las nuevas tecnologías en el mundo empresarial y bla bla bla tiene un techo tan bajo, que en tres o cuatro años un profesional calificado llegado de fuera siente que ha de largarse de aquí si quiere seguir progresando.
Y luego está, claro, el provincianismo patriotero que agobia a naturales y extranjeros. La mujer de M es una técnico cultural con problemas laborales porque no domina el catalán, en un sector de actividad en el que éste idioma es más necesario curricularmente que los conocimientos y aptitudes que uno/a pueda acreditar. Aunque le reconocen solvencia profesional por encima del personal lugareño disponible, ninguna institución la contrata porque no escribe catalán, cuando lo suyo es redactar textos. La solución es diabólicamente surrealista: esas mismas instituciones la subcontratan para que ella redacte textos en castellano que luego la parte subcontratante -como diría Groucho Marx- entrega a otra persona subcontratada para que los traduzca al catalán. Y todos felices. Salvo los subcontratados, que obviamente no cobran por lo que realmente vale su trabajo sino por lo que quieren pagarles en su condición de trabajadores no reconocidos.
A pesar de todo, a M y a su mujer les gusta Barcelona y sobre todo, nuestra famosa "calidad de vida". Pero un tipo con menos de 40 años, ambicioso y con ganas de seguir mejorando en lo suyo, siente que ésta ciudad se le está quedando pequeña. Es comprensible. Uno, que lleva viviendo en Barcelona toda la vida, lo entiende perfectamente, porque sabe desde hace muchos años que ésta es una ciudad pequeña, capital de un país pueblerino situado en un Estado que lleva en crisis desde la invasión napoleónica.
A veces pienso que sino fuera barcelonés, yo también me iría de Barcelona.
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