El 20 de agosto de 1968, 20.000 soldados y 500 tanques del llamado Pacto de Varsovia (la organización militar que agrupaba internacionalmente a los ejércitos de países vasallos del imperio soviético), invadió Checoslovaquia poniendo punto final a la experiencia conocida desde entonces como "Primavera de Praga".
Unos meses antes, el Partido Comunista Checoslovaco (PCCh) y sus principales líderes, encabezados por el secretario general, Alexander Dubcek, recogiendo el sentir general del pueblo checoslovaco, había puesto en marcha una experiencia de vía propia al socialismo, que sería conocida más tarde como "Socialismo con rostro humano", y cuyos primeros frutos comenzaban a madurar ése verano de 1968.
La vía checa al socialismo tenía la originalidad de volver contra los amos del Kremlin sus propios lemas de propaganda. Contra la palabrería falsamente obrerista de los soviéticos, las masas checoslovacas reclamaron que se hiciera realidad el lema "todo el poder para los trabajadores"; fue así como primero en el partido comunista y luego en los centros de trabajo, se extendió e impuso una democracia de masas que partiendo desde abajo como una marea incontenible, hizo saltar de sus poltronas a los viejos y corruptos dirigentes checos lacayos de la URSS, substituyéndolos por hombres y mujeres jóvenes salidos de las filas populares.
La experiencia checoslovaca fue seguida con simpatía por las gentes de izquierdas en todo el mundo, y con preocupación por las dirigencias burocráticas de partidos y sindicatos fueran reformistas o "revolucionarios". Checoslovaquia marcaba un camino, el de la revolución verdaderamente popular, que lejos de querer regresar al capitalismo pasaba a la acción para comenzar a construir realmente el socialismo, haciéndolo además del único modo posible: por deseo e impulso de las masas. El PCCh simplemente se diluyó dentro de la masa humana que se puso a empujar la Historia hacia adelante.
La Primavera de Praga disparó todas las luces rojas en la URSS. El mal ejemplo podía cundir en el bloque soviético (de hecho Yugoslavia y Rumanía tomaban distancias respecto a él desde hacía tiempo), y el sistema de capitalismo de Estado imperial soviético comenzaba a dar síntomas de agotamiento. La era Brezhnev se había revelado como un estalinismo de baja intensidad en el que muchos nudos comenzaban a aflojarse, más por decrepitud y corrupción del sistema y de la clase política que lo encarnaba que por otras causas también presentes pero con papel secundario. La experiencia checoslovaca fue leída por tanto en el Kremlin como una embestida en toda regla contra el nervio mismo del sistema: cuando los checos reclamaban socialismo verdadero estaban desnudando la retórica vacía del comunismo soviético, lo único que éste podía ofrecer como legitimación de su existencia.
La brutal agresión imperialista soviética que puso fin a la experiencia checa no pudo llevarse a cabo sin la anuencia de los EEUU. Antes de atacar Checoslovaquia y someterla mediante un baño de sangre, la URSS consultó a los norteamericanos la invasión, y éstos le dieron su beneplácito; al imperio norteamericano tampoco le convenía que se desataran vías propias al socialismo ni en el campo soviético ni en el suyo.
El sacrificio checo no fue en vano. Gracia a él, el mundo entero contempló el verdadero rostro del comunismo soviético; el prestigio internacional de la URSS quedó pulverizado. Intelectuales y políticos de izquierda de todo el mundo anteriormente alineados con los soviéticos abominaron de aquél crimen, condenando el sistema que lo propició. Los principales partidos comunistas de Europa occidental se desengancharon progresivamente de la URSS, y comenzaron su evolución hacia lo que una década más tarde se llamó "eurocomunismo".
A finales de los ochenta el tinglado soviético, carcomido por la corrupción y la ineficiencia, se derrumbó como un castillo de naipes. El otrora férreo bloque que la URSS había configurado en Europa central y oriental se desmoronó país a país en apenas unos meses. Uno de los primeros en caer fue precisamente Checoslovaquia, donde se produjo la Revolución de Terciopelo, llamada sí porque la quiebra del antiguo régimen fue tan completa, que ni siquiera fue capaz de oponer resistencia alguna a su substitución por otro sistema. Por desgracia, la represión de 20 años antes había marcado tan profundamente a los checos y anulado de tal modo sus esperanzas y creencias, que el nuevo régimen reinstauró el capitalismo en vez de dar paso definitivamente al socialismo.
La Revolución checa de 1968, con todo, iluminó el camino de una generación, y hoy sigue siendo referente político y ético para quienes hablan de socialismo con conocimiento de causa. Sus principios fundamentales, llevados entonces a la práctica (el partido funcionando no como guía sino como notario de los deseos populares, democracia participativa de abajo a arriba, gestión obrera de los centros de trabajo....), son aportaciones de la Primavera de Praga que han quedado para el futuro. Y sobre todo, de ella nos viene la certeza de que es posible combinar socialismo y libertad, y que en realidad, sin libertad no es posible el socialismo.
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