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martes, 19 de julio de 2011

La tarde de gloria fue un 19 de julio



A estas horas de la tarde de un domingo de hoy hace justo 75 años, los militares rebeldes sublevados contra su pueblo acababan de rendirse en las calles de Barcelona. Era su primera gran derrota. En los días siguientes vendrían más, en Madrid, Valencia y otros lugares.

La radio llevó de inmediato la noticia a toda España. En el sur de la provincia de Huesca, en una pequeña villa de apenas un millar de habitantes llamada Lanaja, Joaquín Pisa Gracia, un jornalero de 40 años de edad, casado y con seis hijos, tomó su escopeta de caza y salió de su casa en la calle de la Rinconada. Debía ser media tarde. Apenas echó a andar su mujer Rosalía salió tras él, gritándole que a dónde iba. Joaquín sin perder la calma que le caracterizó toda su vida, le vino a responder más o menos que a hacer lo que debía hacerse. Y siguió caminando hacia el cuartelillo de la Guardia Civil, punto de destino esa tarde de centenares de campesinos de la localidad.

Ante la concentración de campesinos los guardias civiles no tuvieron más remedio que fingir una adhesión por el Gobierno legítimo que no sentían, como demostraron unos días más tarde, el 25 de julio, Día de Santiago Apóstol. Pero esa historia la explicaré dentro de unos días.

De momento hoy nos quedamos con esa imagen: la de cientos los campesinos caminando calle abajo calmosamente, con la escopeta de caza bajo el brazo, dispuestos a ajustar cuentas con la Historia.

domingo, 1 de mayo de 2011

Desengaño y alabanza de Luis Buñuel



Ayer me compré las memorias de Luis Buñuel en el Centro Buñuel Calanda, que funciona en su pueblo aragonés de origen. Me las he leído en dos días a saltos, aprovechando los trayectos en autobús y tren al final de mi viaje postSemana Santa por algunos escenarios de la infancia del director aragonés, en la Provincia de Teruel, Comunidad Autónoma de Aragón (Reino de España, ya saben).

El libro es el gruñido desesperado de un viejo al que a sus ochenta y pico años y estando a las puertas de la muerte, ya casi nada le importaba ni le interesaba. Se ve que quiso despedirse dejando las cosas bien sentadas. A mí Buñuel siempre me ha parecido un tipo muy interesante y un cinesta horrible. Sus películas suelen ser bromas más estiradas que un chiclé masticado cien veces, cuando no sueños eróticos de adolescente que podrían ventilarse en un corto de diez minutos. Su técnica es totalmente amateur, y solo a puro de años y rodajes llegó a dominar algo parecido a una dirección cinematográfica medianamente solvente. El director Buñuel aburre como pocos; lo peor con todo es que su anticlericalismo e inconformismo vistos con ojos de hoy día, resultan entrañables de puro inocentes. Sus filmes han envejecido de manera penosa.

Pero el Buñuel hombre es infinitamente más interesante que el presunto intelectual, ya digo. Su vida resulta apasionante, no tanto por las gentes que conoció y los escenarios en los que se desarrolló como por las opiniones que vierte sobre sí mismo y sobre el mundo. Buñuel nunca engañó a Buñuel, y el mundo tampoco le toreó. Luis Buñuel era al cabo, un burgués vividor asustado por el cristo que liaron sus ideas de joven señorito revolucionario: el caos como partero de la Historia, el surrealismo como epistemología del conocimiento, el terror a los otros sobre todo cuando se organizan para seguirle a uno mismo... En ese contexto mental no es raro que cite profusamente a Sade y se olvide de Marx, por ejemplo; o que ponga a parir a los anarquistas con entusiasmo digno de mejor causa. La revolución española le dio tanto miedo a Buñuel, que se adhirió entusiásticamente al Partido Comunista de España. Perdida la guerra, se desinteresó de los comunistas como el que abandona una muda vieja. Fue un burgués con resabios de campesino aragonés sin duda, pero burgués hasta el fin. Algo en Buñuel me recuerda al Josep Pla disfrazado de pagés con boina y pantalón de pana; ninguno de los dos era en sentido estricto un hombre de la tierra, pero les encantaba fingirlo y daban bastante bien en el papel.

Un consejo: si no han leído "Mi último suspiro", las memorias de Luis Buñuel, háganlo de inmediato. Es uno de los más extraordinarios libros de memorias jamás escritos.

viernes, 21 de enero de 2011

Adiós a un campesino aragonés



El miércoles murió mi padre. Tenía 83 años.

Les parecerá absurdo pero mientras escribo, el hecho de que mi padre esté muerto me sigue pareciendo tan irreal como lo creía el miércoles, cuando expiró a las siete y algunos minutos de la tarde. Se hubiera dicho que estaba dormido, haciendo otra de sus inacabables siestas.

Por una de esas piruetas del destino, mi padre falleció en la misma planta del hospital donde nací yo, en un ala diferente, pero como digo en la misma planta. Medio siglo entre un suceso y otro, para volver casi al mismo sitio al que llegó corriendo una tarde de verano con la paga del 18 de Julio en el bolsillo. "Este niño no viene con un pan debajo del brazo, sino con una paga extraordinaria", le dijo una enfermera a mi madre. Entonces mandaba Franco, ya saben.

Lo que me ha dejado un tanto perplejo hoy es darme cuenta de que al parecer había muchas cosas que no sabía de mi padre. De algunas acabo de darme cuenta viendo la gente diversa que ha venido a despedirle. Familiares, vecinos, amigos. Un montón de amigos y amigas a quienes yo no conocía de nada. Y es que mi padre hacía un nuevo amigo con solo sentarse en un banco en la calle; se ponía a hablar con un desconocido, y ya tenía otro amigo. Ah, el tanatorio estaba en el quinto pino, no crean que era nada fácil llegar; había que echarle voluntad y ganas.

Al acabar la ceremonia, mientras improvisaba unas palabras de despedida para él y de agradecimiento para los asistentes he caído en la cuenta de que con certeza, en mi modo de pensar y de vivir hay muchas cosas que a mi padre no le gustaban. A diferencia de mi madre, que desde que yo me negaba a tomarme la papilla acostumbra a expresarme sus críticas a grito pelado, mi padre jamás me reprochó nada, jamás me recriminó nada. La última vez que me expresó disgusto por algo relacionado conmigo aún vivía Franco y mi madre había encontrado propaganda ilegal dentro de mi macuto de progre setentero; la bronca fue de órdago, y eso que mi padre era antifranquista desde antes de que el Generalito sentara su gordo trasero en el trono de El Pardo. Pero por encima de todo a mi padre le preocupaba el bienestar y la seguridad de su familia. Por nosotros, por mi madre y por mí, vivió, luchó y trabajó. Todo eso es importante, claro. Pero hasta esta mañana, como digo, no entendí algo que es todavía mucho más trascendente y, por qué negarlo, también un poco mortificante para un servidor de ustedes: que por encima de todo, con seguridad mi padre me respetaba mucho más a mí que yo a él.

Lo del respeto a los demás sin moverse un ápice de sus modos de sentir, pensar y vivir lo aprendió mi padre del suyo, un anarquista convencido que en los días finales de julio de 1936 se echó a las calles de su pueblo monegrino escopeta de caza en mano junto con otros centenares de campesinos, dispuestos a hacerles la raya en el pelo engominado al puñado de señoritos falangistas llegados de Zaragoza que atacaron el pueblo en esos días. Este revolucionario partidario de la "acción directa" estaba casado con una católica practicante de las de misa y rosario; como tenía el sueño ligero, el padre de mi padre solía despertar a su mujer en las frías mañanas de los domingos invernales aragoneses diciéndole que acababa de oír tocar la campana de la iglesia llamando a misa, y que sino se levantaba deprisa llegaría cuando hubiera empezado y ya se sabe que la misa empezada no sirve como cumplimiento del deber dominical. Si al morir mi abuela no fue directa al Cielo sin pasar por el Purgatorio, no fue desde luego por culpa de su ateo esposo.

Así que a mi padre no solo no le costó compaginar la admiración simultánea por Durruti y Felipe González (quien no lo crea posible es que no sabe nada acerca de las clases trabajadoras españolas del siglo XX), sino que además tenía unas creencias religiosas que pasaban por un cristianismo en el que "los curas" (en bloque) no pintaban nada. O sea, que tenía criterio propio y lo vivía con total coherencia y serenidad, como suelen hacerlo los campesinos de su tierra. Porque por encima de todo mi padre fue un campesino aragonés, trasplantado medio siglo a Barcelona y doblado de obrero, pero campesino aragonés hasta el final: un hombre recio, formal, fiable.

Hoy es uno de esos días en los que me gustaría que Dios existiera, ustedes ya me entienden. Aunque me fastidiara tener que darle la razón, una vez más, a mi padre.

La fotografía que ilustra el post muestra un atardecer en los Monegros, un paisaje familiar en la infancia y juventud de mi padre. Foto de Chavinandez.