El martirio de Ellacuría y los otros fue escandalosamente ignorado entonces por una jerarquía católica obsesionada en el descubrimiento de "comunistas infiltrados" en el seno de la Iglesia. A finales de los ochenta la llamada Teología de la Liberación estaba en retroceso en toda la América no anglosajona, en parte por causa de las persecuciones sufridas y en parte por su propia incapacidad para alumbrar o dar soporte claro a un proyecto político de cambio social real. Quizá por ello se consideró que era el momento de apuntillarla físicamente en aquellos países en los que la injusticia social propiciaba que la Guerra Fría se tornara caliente, allí donde había enfrentamiento armado entre quienes querían cambiar las cosas y quienes pretendían que todo siguiera como en los tiempos de la Colonia o incluso antes. Ya saben, la eterna dialéctica entre quienes lo tienen todo y quienes nada tienen que perder salvo sus cadenas, como decía Marx.
Pues bien, una de esas líneas de confrontación pasaba por El Salvador. Por una serie de circunstancias que sería prolijo narrar ahora, en el país salvadoreño de modo especial y en general en toda Centroamérica florecían las comunidades cristianas de base y los curas, monjas y hasta obispos comprometidos con la causa de los humillados y ofendidos de la tierra. Entendámonos, no se trataba tanto de curas trabucaires o guerrilleros al viejo estilo español, sino de personas muy formadas intelectualmente que llegaron al convencimiento de que de haber un Dios, no podía ser tan cabrón como para bendecir que entre 20 ó 30 familias explotaran en beneficio propio los recursos enteros de un país dejando en la miseria más penosa al resto de sus teóricos compatriotas.
Ya en los años sesenta y setenta hubo algunos asesinatos de curas a cargo de los eufemísticamente llamados "escuadrones de la muerte", meros "grupos de tarea" creados por el poder militar para desarrollar las acciones más sucias encomendadas por las oligarquías locales. Pero hasta la desaparición de Pablo VI tales crímenes no contaban con la bendición apostólica (recuerden aquella frase de Pablo VI cuando se enteró de que la oligarquía brasileña había puesto precio a la cabeza de mi paisano el obispo Pere Casaldàliga: "Quien toca a Pedro toca a Pablo"). Fue durante el pontificado de Juan Pablo II y su Cruzada anticomunista en Europa y América (librada en estrecha colaboración con la CIA y otras agencias de virtud más que dudosa), cuando los pistoleros uniformados o de paisano comenzaron a cazar "curas rojos" en la América del centro y del sur como si abatieran patos salvajes ("Sea patriota, mate un cura", era un lema pintado en las calles por la ultraderecha salvadoreña).
Entre las piezas cobradas en aquellos años destacan precisamente los casos del arzobispo Oscar Arnulfo Romero y de Ellacuría y los jesuitas de la UCA, amén de una legión de monjas (francesas en Argentina, norteamericanas en El Salvador), y seglares líderes de movimientos católicos de base (como Chico Mendes, en Brasil). Ninguno de los entonces martirizados ha subido a los altares, obviamente. Más que nada porque resultaba entonces y sigue siendo imposible ahora que fueran santificados por quienes habían permitido, consentido o según casos quizás ordenado, su alevoso asesinato. El brutal silencio del Vaticano en relación con esas "muertes de perro" es tan clamoroso como significativo.
Algunos años más tarde hubo un juicio, y militares de bajo rango fueron condenados a prisión. Una fantochada más, porque todo el mundo sabía que aquellos crímenes no fueron concebidos en el caletre fanatizado de un idiota con galones de teniente. Los asesinatos de que hablamos fueron ordenados por los más altos niveles de la jerarquía militar, eso ya es sabido: sus nombres han sido publicados, y sus rostros mostrados en reportajes televisivos. Pero tampoco son ellos quienes, al cabo, tienen la mayor responsabilidad. En realidad, los apellidos de quienes ordenaron a los militares esas acciones terroristas jamás se mencionarán ni se conocerán sus rostros, en aras precisamente a la "reconciliación nacional", y ello aunque sean bien conocidos: son los de las familias oligárquicas salvadoreñas, que naturalmente siguen disfrutando de un poder económico y social idéntico al de hace 20 años, cuando tal día como hoy Ellacuría y sus compañeros eran abatidos a tiros por militares salvadoreños a sus órdenes.
¿Entienden ahora por qué Ignacio Ellacuría jamás será santo?.
En la imagen, los cuerpos de algunos de los asesinados el 16 de noviembre de 1989 yacen sobre el césped de la UCA.
2 comentarios:
Enormemente interesante tu post. Recuerdo perfectamente el hecho, aunque no tuvo demasiada repercusión. De todas formas he aprendo muchos detalles leyéndote.
Gracias
Marian-Luna
Gracias a tí, Marian. Cuídate.
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