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viernes, 17 de julio de 2009

La nueva financiación catalana y la hipocresía españolista


Suele ocurrir en España que las iniciativas que parten de Catalunya son acogidas con gran escándalo por la derecha y buena parte de la izquierda "de ámbito estatal". Cualquier propuesta catalana destinada a mejorar el nivel de autogobierno es acogida de inmediato como un egoísta e insolidario intento de “los catalanes” de apropiarse en beneficio propio de lo que es "de todos los españoles".


Así sucedió por ejemplo con el nuevo Estatut, saludado por el españolismo de todos los colores como una tuneladora a reacción que pretende adentrarse en las entrañas de los Presupuestos Generales del Estado para barrenarlas, además de ser instrumento de la ruptura y desaparición de España como concepto político-jurídico. La guerra en su contra fue tan feroz, que se cobró la cabeza del entonces president de la Generalitat catalana y dañó gravemente las relaciones entre PSC y PSOE. Ocurre sin embargo que una vez conocido el contenido de la propuesta estatutaria catalana, sus más feroces críticos -que no sólo estaban en el PP, recuerden al entonces presidente andaluz, Manuel Chaves (PSOE)-, corrieron a elaborar nuevos estatutos para sus comunidades cuyos contenidos fusilaban párrafos enteros del catalán. Francisco Camps, el presidente valenciano (PP) llegó a decir que exigía para Valencia exactamente las mismas competencias que obtuviera Catalunya en su reforma estatutaria. Y así, todos los demás.


Con la financiación autonómica pasa exactamente lo mismo. Políticos y publicistas catalanes se han (nos hemos) empeñado en explicar desde hace años que a Catalunya el traje autonómico le revienta por las costuras hace mucho tiempo, y que es imposible que funcionen servicios sino hay recursos asignados suficientes. Las infraestructuras, los equipamientos y las prestaciones sociales que percibe el ciudadano residente en Catalunya pierden calidad de modo acelerado, proporcional a la creciente falta de fondos para hacer frente a los gastos que comportan. Y sin embargo somos una comunidad que contribuimos con un esfuerzo fiscal muy notable al sostenimiento del Estado y de otras comunidades autónomas que no tienen nuestra capacidad de generar recursos vía impuestos directos o indirectos. Sucede que los catalanes pagamos mucho más de lo que recibimos, y eso no es justo; y desde luego, no hace falta ser nacionalista para darse cuenta de que además de ser injusto resulta discriminatorio y a la larga, catastrófico.


Da risa oír a políticos españoles del PP, PSOE o IU invocar la famosa “igualdad” entre todos los ciudadanos españoles, como argumento presuntamente irrefutable contra la pretensión catalana de que se reestablezca un equilibrio real entre lo que aporta Catalunya al conjunto del Estado y lo que recibe de éste. Más que nada porque esa “igualdad” que invocan es esencialmente generadora de desigualdades, en la medida de que pretende poner en el mismo nivel lo que son magnitudes que no admiten comparación. Pretender por ejemplo, que para ser “iguales” como españoles un jubilado de Villanueva de la Serena y otro de Hospitalet de Llobregat deben recibir exactamente la misma pensión, es contribuir a mantener una situación discriminatoria de hecho que penaliza gravemente al residente en la comunidad catalana, ya que el coste de la vida es tan diferente en una y otra población, en uno y otro territorio, que anula cualquier posible comparación. De eso saben mucho las personas que luego de tener organizada su vida en otra comunidad española son trasladados a Catalunya, donde de repente tienen que hacer frente a gastos en materia de vivienda, alimentación, transporte, educación y ocio que superan con creces los niveles a los que estaban acostumbrados.


Con los servicios públicos ocurre exactamente lo mismo. No es sólo que sus costes en Catalunya sean superiores a los que tienen en otras comunidades, que lo son y mucho, sino que al aumentar de modo exponencial sus usuarios en los últimos años y no ser financiados de modo adecuado, se están degradando de un modo alarmantemente acelerado y en algunos casos, difícilmente recuperable. Sin ir más lejos, la sanidad pública catalana que fue pionera y vanguardia de la española durante décadas, se encuentra ahora prácticamente al borde del colapso porque carece de recursos no ya para mejorar, sino simplemente para mantener los niveles de servicio que viene prestando. Para conocer cómo desde hace años el edificio de los servicios públicos, esos que conforman el núcleo duro del Estado del bienestar, se está cayendo a pedazos en Catalunya, basta dar un vistazo a los libros y artículos del profesor Vicenç Navarro; de punta de lanza, estamos pasando a ser furgón de cola de España en todos esos rubros.


La irritación de los catalanes proviene del hecho de que los recursos existen y están muy cerca de nosotros: son los impuestos que pagamos entre todos los residentes en esta comunidad. Salvo la minoría independentista, nadie en Catalunya plantea que los impuestos pagados por los catalanes deban revertir de modo exclusivo en el país; muy al contrario, lo que se dice es que debe existir una proporcionalidad entre lo que se aporta y lo que se recibe. Y desgraciadamente esto no es así.


La nueva financiación catalana pactada ahora no es en realidad ni siquiera un paso hacia el concierto autonómico al modo vasco, sino tan sólo el parcheo -destinado a durar más o menos una década- de un problema que siendo esencialmente económico, fuera de Catalunya se reviste de ideología para negarlo y combatir cualquier posible solución que modifique la situación actual. Porque el Estado y algunas comunidades autónomas entienden que cualquier mejora en el retorno a los catalanes de una parte de los impuestos que pagan éstos, va a ir directamente en detrimento de sus propios intereses. Es entonces cuando tocan a rebato la campana del somatén catalanófobo para reclamar “igualdad financiera” entre “los hombres y las tierras de España”, eufemismo que traducido al castellano significa lisa y llanamente que no están dispuestos a perder fuentes de financiación de sus privilegios.


lunes, 18 de agosto de 2008

Es urgente un pacto de financiación más justo para Catalunya


En una lista socialista, Paco, un colistero cuyas opiniones aprecio, me hace algunas observaciones en relación a un mensaje mío en el que hablaba sobre la necesidad de un nuevo pacto entre los Gobiernos español y catalán que mejore la financiación de la autonomía de Catalunya.

Según Paco me centré demasiado en problemas de financiación, cuando lo realmente importante desde un punto de vista socialista es la educación, la sanidad, las pensiones, etc. Efectivamente, Paco tiene razón: lo verdaderamente importante es la educación, la sanidad, las pensiones y todas esas cosas que definen la esencia de lo que un tanto pomposamente se ha dado en llamar Estado del Bienestar. Pero es que precisamente sin financiación, todas eso no es viable. Parece una perogrullada, pero sin dinero público no pueden haber servicios públicos eficientes. También sabemos que se pueden aprobar las mejores leyes del mundo y las más avanzadas, que si no se las dota de la financiación necesaria para su puesta en marcha y sostenimiento, no sirven para nada. Es más, sin una financiación adecuada ni siquiera se pueden mantener en marcha los servicios que se prestan; ése es el verdadero problema catalán.

En Catalunya hace muchos años que existe una enorme brecha entre necesidades y recursos. Y la brecha no para de crecer. Sin embargo, las contribuciones de los asalariados que tributan en Catalunya son cada vez mayores. Las contribuciones de los asalariados, no de los burgueses, éstos ya sabemos que no tributan: empresarios, profesionales liberales, rentistas... escapan a Hacienda. Somos por tanto los trabajadores por cuenta ajena quienes tributamos. Una cuarta parte de los ingresos que figuran en mi nómina salarial, por ejemplo, se los lleva el Estado en concepto de retenciones a cuenta del IRPF y tributación a la Seguridad Social. Los servicios que recibo del Estado español -en el ordenamiento político español, los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos son también Estado- no están ni de lejos, a la altura de ése descuento en mis ingresos.

Una parte de esa tributación va a parar a financiar proyectos en otras autonomías, otra parte -considerable- se pierde en desagües negros del Estado (subvenciones a la enseñanza privada y a la Iglesia católica, por ejemplo), y una parte cada vez menor en relación a las otras dos revierte en el territorio catalán en forma de inversiones del Estado (en sanidad, servicios, educación, pensiones, infraestructuras, etc). La frustración de los catalanes proviene de que cada vez pagamos más -cada vez financiamos más a otros, por tanto-, y en cambio nosotros tenemos cada vez peores servicios. Se crea o no, los catalanes estamos a la cola de las autonomías españolas en la mayoría de indicadores de bienestar social (lean a Vicenç Navarro: los datos que aporta son abrumadores e irrefutables) , y verdaderamente, de aquí a poco quien va a necesitar acogerse a esos programas de solidaridad interautonómica va a ser el Gobierno de la Generalitat catalana.

Por tanto el problema central es el de financiación. Esto lo ha entendido José Montilla, el presidente de la Generalitat, que no es precisamente un nacionalista catalán (quien sostiene lo contrario manifiesta, simplemente, su completa ignorancia del tema). Montilla se ha dado cuenta de que sino resuelve el problema de la financiación, es decir, de una reversión más equitativa hacia éste territorio de los ingresos que el Estado percibe en él, no podrá mantenerse el Estado de Bienestar en Catalunya mucho tiempo más; es así de sencillo. La degradación de servicios e infraestructuras que sufre Catalunya es fruto, precisamente, de esa falta de financiación, y en el futuro va a ir a cada vez a más y con mayor gravedad.

Por cierto, en sólo cinco-siete años se ha incorporado un millón y pico de inmigrantes al censo de residentes en la autonomía catalana, entre un cuarto y un tercio del total de llegados a España. También ellos tienen derecho a educación, sanidad y servicios, además son usuarios de infraestructuras (ferrocarriles, carreteras, redes eléctricas y de agua, etc). Es decir, el problema en los últimos años ha crecido geométricamente, y cada día que pasa es más acuciante.

Responder con ideología (en el sentido marxista del término) a los problemas reales, es lo propio de la derecha. Comienza a ser preocupante que desde amplios sectores del PSOE se haga lo mismo.