
Les quiero hablar hoy de París en primavera, no por nada especial sino por puro placer. Sino recuerdo mal, siempre que he estado en París ha sido en primavera, aunque quizá me falle la memoria y en alguna ocasión haya estado en otoño; en verano seguro que no, más que nada porque la climatología parisina estival es puro ferragosto al peor estilo meditérraneo. Abril, mayo y junio son, pienso, los mejores meses para darse una vuelta por la Ciudad.
La primera vez que estuve en París me alojé en un hotel antiguo de la rue Amsterdam, tocando a la estación Saint Lazare, lo que entre otras cosas me permitió descubrir Mollard, el restaurante que más amo en el mundo. De Saint Lazare a Galerías Lafayette, la Ópera, el Sena y el Louvre hay un paseo agradable en ligero descenso. La siguiente vez me alojé en un hotel regentado por un libanés en una callecita junto al Boulevard de los Italianos, pegado a un edificio que había sido residencia de Toulouse-Lautrec y que que todavía estaba más cerca del Sena, de Îlle de la Cité, el Panteon etc. Y en fin, en mi tercer y hasta ahora último viaje a la capital francesa, me fui a un hotel en plena rue Lapin, en esa cuesta tremenda que trepa Montmartre y le deja a uno sin aliento cuando la sube a pie. Pero claro, abajo de la cuesta, en la esquina mismo, está el Moulin Rouge, y un poco más arriba del hotel el Moulin de la Galette, y más arriba la plaza de Tertre, donde está La mère Catherine, un local donde hace algunos años solían cenar unos tipos llamados Robespierre, Danton y otros caballeros contemporáneos suyos; cerca de la plaza se disfrutan unas vistas espectaculares sobre la Ciudad (otra vez lo escribo con mayúscula a conciencia: la Ciudad, no hay otra comparable).
Siempre que voy a París ceno una vez en Mollard, me doy una vuelta por el Louvre, hago una escapada nocturna a las cavas de jazz de Rue des Lombards y paseo por las orillas del Sena. Alguna vez he ido hasta la Défense, y también por el Quartier Latin y el Marais. Nunca me he asomado a Belleville, ni al bosque de Boulogne.
Una asignatura pendiente para mí es el Quartier Latin y Montparnasse. En mi próxima visita -quizá en otoño-. pienso alojarme allí y patearlo a conciencia. Es obvio que ya no queda nada del ambiente mítico del barrio de los estudiantes y las revoluciones, pero todavía sobreviven paseos, calles y rincones donde uno puede al menos hacerse una idea de como era aquello en los años cincuenta y sesenta, la época de los estudiantes con flequillo, falda corta y cóctel molotov, del amor libre y de la convocatoria de una asamblea revolucionaria en cada café. Por cierto que además de los cafés aún quedan por allí algunos bares muy franceses, de esos tan parecidos a los bares españoles de provincias, por otra parte, que seguramente fueron fundados por un gallego o un andaluz hace cien años.
En fin, que París en primavera o en la época que sea bien vale un viaje. La Ciudad les espera.
La imagen que ilustra este post es, podría decirse, un bello arquetipo del París de los años sesenta. La muchacha de la imagen es española, y está sentada en una café cercano a La Coupole. Se llama Marian, y es una asidua visitante de este blog.