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sábado, 2 de mayo de 2009

Camarón, Lorca y La leyenda del tiempo


Verán, un servidor no entiende ni papa de flamenco, es más, el flamenco es un tipo de música que me aburre bastante. Me gusta oír hablar a Enrique Morente, quizá por su compromiso social, y la calidad de las letras que canta (los mejores poetas andaluces: así cualquiera), y en fin, intento seguir a los catalanoandaluces como Maite Martín, Poveda y otra gente, que están creando un flamenco catalán que en quince o veinte años será como nuestro jazz y se exportará muy lejos.

Hay, había, sin embargo, un cantaor que me pone los pelos de punta. Naturalmente, es Camarón. Un día me estaba afeitando y en la radio pusieron una grabación de Camarón cantando una letra suya sobre la agonía de su padre, y paré la maquinilla de afeitar y me quedé con ella en suspenso en el aire hasta que acabó. Otra mañana de hace dos o tres años, en otro programa de radio pusieron entera una cinta de casette grabada por el dueño de una venta de carretera, donde una noche de hace más de cuarenta años un jovencillo Camarón improvisó lo que los jazzman llaman una "jam session", una inenarrable sucesión de temas cantados o mejor dicho, raspados y escupidos por Camarón. La calidad técnica de la grabación es ínfima, de fondo se oye el entrechocar de los vasos, las toses de los asistentes, y el paso de camiones por la carretera, pero todo eso sólo sirve para darle aún mayor fuerza al efecto tremendo del fraseo de Camarón, a esa dicción suya cantando, al color y la calidad de esa voz única a la que el alcohol, el tabaco y las madrugadas sólo lograron mejorar año a año.

Lo que más me gusta oírle cantar a Camarón es "La leyenda del tiempo". Pienso que García Lorca la escribió para él, décadas antes de que naciera este gitano raro y distante, misterioso y reconcentrado, porque sólo Camarón fue capaz de cantarla como es debido, como un verdadero gitano de romance lorquiano, uno de esos que iban cortando limones junto a las acequias mientras la Guardia Civil seguía sus pasos naranjero en mano. A mí no me gusta el flamenco, a mí me gusta Camarón.

La letra de "La leyenda del tiempo" es puro Federico. La vida y la muerte se entrelazan y unen en ella en un vértigo sobrecogedor de imágenes, que celebran el instante de luz que es la vida flotando sobre la negrura sin fin de la muerte.

Aquí tienen el enlace a la grabación de La leyenda del tiempo colgada en You Tube.

Y esta es la letra:

El sueño va sobre el tiempo
flotando como un velero.
Nadie puede abrir semillas
en el corazón del sueño.

El tiempo va sobre el sueño
hundido hasta los cabellos.
Ayer y mañana comen
oscuras flores de duelo.

Sobre la misma columna
abrazados sueño y tiempo
cruza el gemido del niño
la lengua rota del viejo.

Y si el sueño finge muros
en la llanura del tiempo
el tiempo le hace creer
que nace en aquel momento.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La memoria del señorito. Conversaciones con José "Pepín" Bello


Durante mis pasadas minivacaciones de septiembre, me leí dos libros que hace algún tiempo tenía aparcados a la espera del momento oportuno. Uno de ellos, "El Mediterráneo", lo comentaré con amplitud de aquí a unos días. Hoy les hablaré de "Conversaciones con José "Pepín" Bello, un libro extraño pero que vale la pena leer.

Pepín Bello falleció en enero pasado, a la edad de 103 años. Había nacido en Huesca, hijo de un ingeniero madrileño y una "señorita bien" oscense. La suya fue una familia numerosa, perteneciente a la burguesía media-alta. Pepín fue uno de los primeros alumnos de la Residencia de Estudiantes, y allí conoció a toda la generación del 27 (Lorca, Dalí, Buñuel, Alberti, y tantos otros), y también a infinidad de personajes del mundo cultural y político de la época (los hermanos Machado, Ortega y Gasset, Eugenio d'Ors, Valle Inclán, el torero Sánchez Mejías...).

Rodeado de genios, Pepín, que nunca intentó siquiera una carrera artística, se convirtió sin pretenderlo en notario de una época y un mundo, y sobre todo de unos personajes cuyos perfiles nos transmite en este libro vistos desde su muy particular visión. Porque Pepín Bello fue un señorito de la alta sociedad que por mor de las circunstancias se codeó con gente intelectualmente muy por encima suyo; personas sobre las que, por otra parte, opina y sentencia desde el desparpajo de un señorito monárquico fiestero y un tanto gamberrete. De sus comentarios ácidos (especialmente crueles con Antonio Machado y los presidentes Azaña y Negrín), Bello sólo salva a García Lorca, a quien describe como un amigo entrañable y añorado. Resulta curioso que un homófobo como Bello, que manifiesta de modo descarnado su repugnancia por los homosexuales en general (tremendas sus palabras sobre Luis Cernuda), tuviera tal afecto por un Lorca cuyas inclinaciones sexuales eran tan evidentes, aunque él le describe como un homosexual al que "no se le notaba nada". Niega la relación entre Lorca y Dalí, a pesar de que en la impagable foto de portada del libro aparecen ambos cogidos de la mano, con Pepín cogido del brazo por el poeta granadino. Y en fin, de los integrantes de su supuesto círculo de amigos, Bello considera a Luis Buñuel como una especie de bruto rural, a Alberti como un poeta sublime echado a perder por su ideología comunista, y a Dalí como un chiflado que terminó por creerse su personaje. A Juan Ramón Jiménez lo pinta como un cursi del cual se reía todo el grupo.

El mundo del que habla Bello es el Madrid intelectual del primer tercio del siglo XX, una especie de fiesta continua juvenil y un poco bobalicona donde artistas entonces en ciernes vivían a toda velocidad en aventuras y francachelas pagadas con el dinero de Pepín, pues ése y no otro fue su verdadero papel en relación con el grupo articulado en torno a la Residencia de Estudiantes: el de "señorito rumboso" (como se decía entonces), que corría con los gastos de personas con padres menos pudientes y sobre todo menos generosos que los suyos.

La Guerra de España terminó con todo eso, y Pepín sufrió un doble impacto que marcó el resto de su larga vida. Uno, quizá el principal, el asesinato de Lorca, que el jamás pudo digerir. Y el segundo, el fusilamiento de su hermano Manuel, falangista quintacolumnista agazapado en el Madrid sitiado y sometido al terrorismo urbano de fascistas como él. Pepín vivió los tres años de la guerra aterrorizado y encerrado con una hermana en su piso. Con la victoria del franquismo y la mayoría de sus amigos muertos o exiliados, Pepín Bello se dedicó a los negocios con éxito variable. Aunque extremadamente reaccionario, Pepín -ateo y monárquico por conveniencia-, sólo agradecía a Franco la restauración del "orden social" pero nunca fue en puridad un fascista; más bien, un señorito monáquico al estilo del siglo XIX.

Después de leer este libro, que por encima de todo es una mina de información y chismorreos sobre quizá un centenar de figuras esenciales de la vida cultural española del pasado siglo, a uno le quedan varias dudas. La primera, si realmente Bello fue el amigo de todos y el perejil de todas las salsas, como él pretende. En muchas ocasiones se refiere a tal o cual personaje diciendo que le conoció y le trató, para reconocer unas páginas más adelante que simplemente le oyó hablar una vez en una conferencia o en un café. Especialmente ilustrativa sobre su personalidad -era un tipo tímido, huidizo, y a la vez dotado de un gran desparpajo-, resulta la anécdota que explica sobre cómo no llegó a conocer a José Antonio Primo de Rivera, a pesar de haberse pasado bastantes minutos sentado frente a él en un café esperando a una persona que debía presentarles.

También se acaba abrigando bastantes sospechas sobre la sexualidad del propio Bello, pues en su admiración y cariño por Lorca y Sánchez Mejías, sus dos grandes amigos según él, no cuesta mucho encontrar rastros de una homosexualidad reprimida. Y es que bajo la piel de un homófobo suele haber casi siempre un homosexual vergonzante.
Conversaciones con José "Pepín" Bello, de David Castillo y Marc Sardà. Editorial Anagrama. Barcelona, 2007.