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domingo, 18 de julio de 2010

Nocturno en La Habana



Sucedió en La Habana, una noche de agosto de 1996, luego de haber cenado en La Divina Pastora, un restaurante de categoría situado en una antigua batería de artillería colonial, en una especie de mirador abierto entre el castillo del Morro y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, frente a las luces de la bahía habanera. Fue una cena tan exclusiva, que en toda la terraza no había más clientes esa noche.

No recuerdo que cené pero sí que los camareros, atentos y cordiales, me invitaron a un ron muy viejo, y que cuando estaba pagando la cuenta un camarero mariquita se acercó y me entregó su dirección escrita a lápiz en un trozo de papel, pidiéndome que le enviara un casette de "su amadísima" Rocío Jurado. O quizá era Isabel Pantoja, ahora no recuerdo bien. El caso es que me sorprendió tanto la pasión con la que aquél hombre se refería a la folklórica española, que acepté enviarle el casette que me pedía (lo cual hice al poco de regresar a Barcelona. No mucho después de aquél envío -que conociendo como las gastan los empleados de Correos de Cuba, creí que nunca llegaría a manos del destinatario- recibí una breve y emocionada carta del lejano admirador de la gloria folklórica andaluza, en la que me daba cuenta de que había llegado a su poder el ansiado casette).

Regresé al hotel Plaza en taxi, que tomé en la parada del restaurante, en la soledad de la colina donde se ubica éste. Una vez más el taxi era el que me seguía por toda la ciudad, un taxi turístico oficial confortable y con aire acondicionado, conducido por un tipo que trataba de tú a los policías de paisano y daba órdenes a los de uniforme, y al que siempre me encontraba en la parada del hotel o a la salida de cualquier local adonde yo hubiera ido andando cuando rehusaba sus servicios. El chófer era un cubano gordote, expansivo y simpático, con un humor muy caribeño. Se desvivía por mi bienestar con el mismo celo con el que me habría metido un balazo en la cabeza si un superior se lo hubiera ordenado.

Así que circulábamos rumbo al hotel Plaza con cierta velocidad ("el carro" era bueno y relativamente moderno), atravesando la noche habanera, calurosa y húmeda, cerca del mar. De repente el chófer puso la radio, movió el dial y apareció la voz de Frank Sinatra cantando "Extraños en la noche" en una emisora de Miami. En ese instante tuve la certeza de que aquél era uno de los cuatro o cinco momentos cumbre de mi vida. Respiré una bocanada de aire marino (a pesar del aire acondicionado, llevaba la ventanilla medio bajada), y dije en voz alta:

- Nunca pensé que un día oiría cantar a Frank Sinatra en La Habana.

El chófer volvió la cabeza sorprendido, me echó una ojeada que me radiografió los intersticios del alma y finalmente estalló en una carcajada cordial, todo en una fracción de segundo.

Ninguno de los dos volvió a abrir la boca hasta que nos deseamos buenas noches cuando me apeé del taxi en la puerta del Plaza.

La fotografía que ilustra el post muestra algunos automóviles circulando de noche cerca del Malecón de La Habana.

lunes, 2 de febrero de 2009

El Hotel Plaza de La Habana, mis amiguitas y el DDT


Leo en Granma que el hotel Plaza, "uno de los más emblemáticos y elegantes de La Habana" (sic) cumplió 100 años el pasado día 3 de enero. Según Granma, el Plaza "continúa en la preferencia del turista moderno, amante de la calidad y el confort, pero también de la cultura y la historia".

Si es así mucho tiene que haber cambiado el Plaza desde 1996, cuando me alojé allí durante mi estancia en Cuba. Lo mejor que tenía este hotel entonces era su ubicación, en el centro mismo de Habana Vieja, justo al lado del Parque Central y muy cercano al paseo del Prado, el Malecón, la plaza de Armas... Pero en aquellos tiempos el Plaza amenazaba ruina por los cuatro costados comido por el tiempo y la desidia, y era apenas una sombra de lo que debió haber sido en sus años de esplendor. No por nada era el hotel céntrico más barato que encontré en los catálogos de viajes.

Recuerdo mi habitación allí como un espacio anticuado y destartalado, con un cuarto de baño con ducha de plato por cuyo desagüe trepaban las cucarachas. Una mañana comenté este hecho en la recepción, y me enviaron a una chica de servicio con unos polvos para matarlas. Cuando la muchacha vio las cucarachas se puso a reír y a dar gritos de puro nerviosismo, y tuve que ser yo quien tirara los polvos en la ducha porque ella no se atrevía ni a entrar en el cuarto de baño.

Recuerdo también las jineteras por docenas y los vendedores de puros falsos que bullían por el Parque Central, y cómo las pobres mujeres dejaban solos a sus hijos pequeños en el Parque recomendándoles que no bajaran de la acera, mientras la madre iba con el cliente (que no siempre era extranjero) a ocuparse en lo suyo. Y en fin, me acuerdo del tipo que al verme salir del quiosco del hotel Sevilla, donde acababa de comprar un ejemplar de hacía dos días de la edición mexicana de El País, me pidió contésmente si cuando terminara de leerlo podía bajárselo a la entrada de mi hotel, que el estaría allí esperando para recogerlo, en la acera, porque los cubanos que no trabajaban en los hoteles o jineteaban con clientes tenían prohibido entrar al vestíbulo. Y bueno, recuerdo como en cada piso del Plaza había una habitación rotulada con todo descaro "G-2"; sí, una por planta. Se ve que el régimen castrista tenía exceso de policías más o menos secretos.

Una noche, compartí un sandwich en la barra del bar del hotel con un tipo más listo que el hambre que además de ser proxeneta de un par de guapísimas y somnolientas morenas , ejercía como "empresario turístico" por libre paseando por la isla a un asturiano que parecía un paisano sacado de "Peñas arriba" o de cualquier otro cuento naturalista del siglo XIX semejante. Otro habanero me sacó más tarde unos dólares con el fantástico enredo de la hija inválida, muy popular en aquellos tiempos según supe luego, tras una actuación teatral que valía su peso en oro.

Supongo que desde entonces han debido reformar el edificio y quizá los servicios que en él se ofrecen, porque según Granma uno de los clientes del Plaza ha sido Manuel Fraga, "entonces presidente de la Junta de Galicia" (sic) y no imagino yo a Fraga Iribarne matando cucarachas a zapatazos, aunque tratándose del animal de Villalba cualquiera sabe.

Cuando estaba terminando de hacer las maletas para marcharme, entraron en la habitación las chicas mulatas que limpiaban la planta. Una de ellas, picarona, me preguntó si me iba ya, y al contestarle yo que sí, siguió: ¿y se lleva a sus amiguitas?". Me quedé un momento desconcertado, y pregunté cauteloso a quién se refería, a lo que ella mondándose de risa replicó: "¡pues a las cucarachitas!".

La verdad es que aquella estancia en La Habana fue iniciática para mí, a pesar del fiasco de país que encontré. Y es que no hay gente como los cubanos.