viernes, 21 de enero de 2011

Adiós a un campesino aragonés



El miércoles murió mi padre. Tenía 83 años.

Les parecerá absurdo pero mientras escribo, el hecho de que mi padre esté muerto me sigue pareciendo tan irreal como lo creía el miércoles, cuando expiró a las siete y algunos minutos de la tarde. Se hubiera dicho que estaba dormido, haciendo otra de sus inacabables siestas.

Por una de esas piruetas del destino, mi padre falleció en la misma planta del hospital donde nací yo, en un ala diferente, pero como digo en la misma planta. Medio siglo entre un suceso y otro, para volver casi al mismo sitio al que llegó corriendo una tarde de verano con la paga del 18 de Julio en el bolsillo. "Este niño no viene con un pan debajo del brazo, sino con una paga extraordinaria", le dijo una enfermera a mi madre. Entonces mandaba Franco, ya saben.

Lo que me ha dejado un tanto perplejo hoy es darme cuenta de que al parecer había muchas cosas que no sabía de mi padre. De algunas acabo de darme cuenta viendo la gente diversa que ha venido a despedirle. Familiares, vecinos, amigos. Un montón de amigos y amigas a quienes yo no conocía de nada. Y es que mi padre hacía un nuevo amigo con solo sentarse en un banco en la calle; se ponía a hablar con un desconocido, y ya tenía otro amigo. Ah, el tanatorio estaba en el quinto pino, no crean que era nada fácil llegar; había que echarle voluntad y ganas.

Al acabar la ceremonia, mientras improvisaba unas palabras de despedida para él y de agradecimiento para los asistentes he caído en la cuenta de que con certeza, en mi modo de pensar y de vivir hay muchas cosas que a mi padre no le gustaban. A diferencia de mi madre, que desde que yo me negaba a tomarme la papilla acostumbra a expresarme sus críticas a grito pelado, mi padre jamás me reprochó nada, jamás me recriminó nada. La última vez que me expresó disgusto por algo relacionado conmigo aún vivía Franco y mi madre había encontrado propaganda ilegal dentro de mi macuto de progre setentero; la bronca fue de órdago, y eso que mi padre era antifranquista desde antes de que el Generalito sentara su gordo trasero en el trono de El Pardo. Pero por encima de todo a mi padre le preocupaba el bienestar y la seguridad de su familia. Por nosotros, por mi madre y por mí, vivió, luchó y trabajó. Todo eso es importante, claro. Pero hasta esta mañana, como digo, no entendí algo que es todavía mucho más trascendente y, por qué negarlo, también un poco mortificante para un servidor de ustedes: que por encima de todo, con seguridad mi padre me respetaba mucho más a mí que yo a él.

Lo del respeto a los demás sin moverse un ápice de sus modos de sentir, pensar y vivir lo aprendió mi padre del suyo, un anarquista convencido que en los días finales de julio de 1936 se echó a las calles de su pueblo monegrino escopeta de caza en mano junto con otros centenares de campesinos, dispuestos a hacerles la raya en el pelo engominado al puñado de señoritos falangistas llegados de Zaragoza que atacaron el pueblo en esos días. Este revolucionario partidario de la "acción directa" estaba casado con una católica practicante de las de misa y rosario; como tenía el sueño ligero, el padre de mi padre solía despertar a su mujer en las frías mañanas de los domingos invernales aragoneses diciéndole que acababa de oír tocar la campana de la iglesia llamando a misa, y que sino se levantaba deprisa llegaría cuando hubiera empezado y ya se sabe que la misa empezada no sirve como cumplimiento del deber dominical. Si al morir mi abuela no fue directa al Cielo sin pasar por el Purgatorio, no fue desde luego por culpa de su ateo esposo.

Así que a mi padre no solo no le costó compaginar la admiración simultánea por Durruti y Felipe González (quien no lo crea posible es que no sabe nada acerca de las clases trabajadoras españolas del siglo XX), sino que además tenía unas creencias religiosas que pasaban por un cristianismo en el que "los curas" (en bloque) no pintaban nada. O sea, que tenía criterio propio y lo vivía con total coherencia y serenidad, como suelen hacerlo los campesinos de su tierra. Porque por encima de todo mi padre fue un campesino aragonés, trasplantado medio siglo a Barcelona y doblado de obrero, pero campesino aragonés hasta el final: un hombre recio, formal, fiable.

Hoy es uno de esos días en los que me gustaría que Dios existiera, ustedes ya me entienden. Aunque me fastidiara tener que darle la razón, una vez más, a mi padre.

La fotografía que ilustra el post muestra un atardecer en los Monegros, un paisaje familiar en la infancia y juventud de mi padre. Foto de Chavinandez.

8 comentarios:

JMBA dijo...

Te acompaño en el sentimiento, Joaquim.

Mi padre murió hace tres años con 92, y sé lo que es eso. Le dediqué un artículo en mi blog en el que hubiera sido su 95 cumpleaños (http://jmbigas.blogspot.com/2010/07/95-anos.html).

Un abrazo.

José María

Anónimo dijo...

Amigo Joaquím, que la memoria de tu padre te acompañe siempre y recibe mi más sentido pésame por tan triste noticia.

Martinico.

Joaquim dijo...

Lo cierto es que estos desenlaces por mucho que se sepan inevitables y en casos como el de mi padre resulten previsibles, no dejan de golpearnos cuando se producen.

Gracias por vuestras palabras de ánimo y por vuestra cordialidad.

marta dijo...

Por muy mayores que sean y por muy previsible que sea su pérdida, la sensación de desamparo con la que nos quedamos es tan intensa...
Un abrazo muy fuerte,

Joaquim dijo...

Un abrazo fuerte también para tí, Marta.

Anónimo dijo...

Un abrazo.

platon

Anónimo dijo...

Con algun retraso, yo también te doy mis condolencias. Yo pasé por el mismo trago hace ya casi 10 años, el mío tenia 86 cuando murió.
También, en cierto modo, era un campesino, amante de la tierra, enraizado en su pueblo - el interior valenciano, castellanoparlante - .
luchino.

Joaquim dijo...

Gracias también a vosotros, Platón y Luchino. Disculpad que no os haya contestado antes, pero estos días voy un poco de bólido.

Un abrazo.